Ser o no ser un cretino, ésa es la cuestión. Algunos de los grandes líderes y CEOs de la historia han ganado más reconocimiento portándose como idiotas que siendo amables.   Por Rich Karlgaard   Steve Jobs fue un cretino. Nadie discute estos hechos: engañó a su amigo y cofundador de Apple Steve Wozniak sobre un pago de Atari, negó la paternidad de su hija Lisa durante años y dio a entender que la madre llevaba una vida disipada, estacionó su Mercedes en un cajón reservado para discapacitados en Apple y trató de “arreglar” el mercado laboral de Silicon Valley. Pero él era nuestro Steve Jobs, y lo aceptamos. Todavía lo hacemos. Sus creaciones superaron a sus defectos. Sus productos eran magníficos y también lo es Apple tres años después de su muerte. Como líder y ser humano, Jobs encontró su camino a la senda del bien. Fue llorado por millones y, más importante, por sus amigos y familia. Uno de los legados de Steve Jobs es el renacimiento de una eterna pregunta: ¿Ser cretino es una característica o un defecto de los emprendedores, CEOs o líderes? El fundador y CEO de Uber, Travis Kalanick, obtiene más prensa por ser un cretino que por ser un CEO brillante. El magnate de Silicon Valley Peter Thiel se refiere a Uber como una compañía “éticamente cuestionable”, pero los clientes Uber en Nueva York ahora pueden encontrar un transporte bajo la lluvia. Los inversionistas también están encantados. Uber completó recientemente una ronda de financiamiento que valúa a la compañía en 40,000 millones de dólares (mdd). Su rival distante, Lyft, está valuado en 700 mdd. Sea como sea, nadie llama a Lyft éticamente cuestionable.   Sé tú mismo y sé consistente Ser o no ser un cretino, ésa es la cuestión. A principios de este año, conversé con Jim Davis, el director de marketing de la empresa de análisis de datos SAS, y CEO de una startup de Silicon Valley que una vez trabajó para Jeff Bezos en Amazon. SAS, una empresa privada, aparece regularmente como uno de los mejores lugares del mundo para trabajar. Los empleados disfrutan de beneficios como guardería y médico en la oficina y comida fabulosa, todo en su hermoso campus corporativo. No en vano, su facturación crece 3.6% cada año. El CEO de SAS, Jim Goodnight, es brillantemente peculiar y alegre y políticamente incorrecto, pero nadie lo llama cretino. Bezos, dijo el ex empleado de Amazon, es todo lo contrario. Explota a su gente y su facturación tiene crecimiento de dos dígitos por año. Jeff Bezos es un sargento duro o una microadministrador feroz, dependiendo de con quién se hable. Nadie lo llama “paternal”, como lo hacen con Jim Goodnight. Sin embargo Amazon es un éxito mundial. ¿Cómo es posible que tanto SAS, con su nutritiva cultura, y Amazon, con su cultura despiadada, tengan éxito? La respuesta es que ambas compañías son claras acerca de sus culturas. No hay confusión o falta de honradez en estas empresas. El mensaje de SAS es: Somos una familia, haz carrera con nosotros. El de Amazon es: Somos los Marines, desafíate a ti mismo con nosotros. Sin embargo, las malas empresas no saben lo que son. Dicen una cosa y hacen otra. Van hacia donde las lleve el viento, destruyendo la autenticidad y la confianza de sus empleados. Todo se reduce a la dirección. Los líderes confusos pueden enturbiar su cultura y naufragar en un parpadeo, pero los buenos pueden arreglar una cultura confusa rápidamente. Dell hizo ambas cosas. Michael Dell cometió un error común entre los empresarios exitosos del mundo de la tecnología que descubren que después de un exitoso desempeño, su crecimiento se aplana y el precio de sus acciones se desploma. Dell tardó en ver que su cultura de rápido enriquecimiento no funcionaría una vez que el precio de las acciones se aplanara o, peor aún, cayera. Recordemos que durante la década de 1990 Dell fue la acción de más rápido crecimiento en Estados Unidos, en torno al 1,000%. Después del estallido de la burbuja del puntocom en el año 2000, las acciones de Dell nunca recuperaron su máximo histórico. A pesar de que Dell nunca estuvo en peligro de irse, siempre decepcionaba a Wall Street. Cuando el valor de mercado de Apple superó con creces al de Dell en 2006, Dell fue visto como un perdedor, una estrella quemada. El efecto sobre los empleados de Dell (y sobre Michael mismo) fue devastador. El liderazgo en Dell estaba confundido, no era consistente ni decisivo. Por último, a finales de 2013, Dell decidió hacer una compra apalancada e hizo su empresa privada. Cuando eso ocurrió, Michael Dell hizo algo más brillante. Se deshizo del tóxico ranking forzado al interior de la compañía. El sistema catalogaba a cada empleado dentro de una de las cinco categorías a lo largo de una curva de campana. Esto convirtió a los buenos empleados en políticos, a los malos empleados en traidores y a colegas en enemigos. Era un modelo que lastimaba a la colaboración, algo que Dell, ahora más grande y dedicado a la venta de hardware, software y servicios para grandes cuentas, necesita de verdad. Al deshacerse de ese sistema, Michael Dell ha devuelto el liderazgo y el crecimiento decisivos para su empresa.

 

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