Desde hace años hay un debate sobre los límites con que deben trabajar las agencias de inteligencia en lo que respecta a la intervención de comunicaciones privadas. 

En la Dirección Federal de Seguridad (DFS) tenían un área que se llamaba “captación” desde la que se tenían intervenidos teléfonos de diversos personajes de la vida pública y política. 

Alguna vez, un exagente de la DFS me comentó que se llegaba a conocer al personaje espiado por sus llamadas. Eran horas y horas de escuchas. Decía que las jornadas laborales resultaban más bien aburridas, porque era poco frecuente que de las intervenciones se obtuviera información relevante y que en general lo que se captaba eran descalificaciones al gobierno de turno y algún que otro chiste sobre el primer mandatario. Pero se tenía que reportar, porque otro colega realizaba una tarea espejo para evitar descuidos y, sobre todo, omisiones. 

Por supuesto, lo que sí se escudriñaba, de modo irremediable, era la vida privada, los pleitos, traiciones, alegrías, quebrantos, triunfos y derrotas de las víctimas de espionaje y sus familias, lo que en algunos casos permitía descubrir historias que podrían ser utilizadas como chantaje y extorsión. 

En aquellos años, los objetivos de seguimiento eran sobre todo políticos opositores y activistas sociales. Cuando el presidente López Obrador reclama que a él lo vigilaban desde décadas atrás, le asiste la razón, pero no era el único, ni mucho menos. 

En algún momento solicité la consulta del expediente que hizo la DFS de mi padre, el abogado Guillermo Andrade Gressler. Lo que encontré fue un compendio en el que había fotografías hasta de la casa que, en los años setenta y ochenta, tuvimos en Coyoacán.

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Andrade Gressler era vigilado porque trabajó como defensor de los jóvenes detenidos en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, y porque luego se encargó de la defensa de decenas de integrantes de los grupos guerrilleros que irrumpieron y actuaron en la década siguiente al Movimiento Estudiantil.

 Ignoro que utilidad que le darían los espías a los alegatos en juzgados, a la asistencia a reuniones con familiares de presos y de desaparecidos políticos, o a la constatación que de comíamos paella los domingos, pero ahí están las tarjetas que se remitían a “la superioridad”. 

Uno de estos reportes se refirió a una reunión de mi padre con el presidente López Portillo en el contexto de la elaboración de la Ley de Amnistía que se aprobaría y que permitiría la salida de las cárceles de decenas presos con carácter político. Sí, espiaban también a quien habitaba Los Pinos. 

Ese es siempre un riesgo de utilizar esas herramientas, porque además de ser ilegal, la práctica de escudriñar la vida privada de los ciudadanos, los límites se van extendiendo, para convertirse en maquinarias fuera de control. 

Las pistas de esta práctica se pueden seguir en los documentos depositados en el Archivo General de la Nación y en particular los que se refieren al periodo de la Guerra Sucia. Desde el inicio del siglo algunos de estos legajos de pueden consultar, aunque siempre con una estira y afloja con los responsables de su custodia.

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