Los hombres que estuvieron a lado de don Héctor en sus últimos minutos con vida dicen que no dejaba de tocarse la cabeza. Aquel 5 de mayo de 2018, el ejido El Salmoral en Cardel, Veracruz, ardía a 38 grados centígrados que pegaban como un mazo seco e implacable y don Héctor llevaba horas sin tomar agua. Extendía al máximo su estancia en el plantío con la esperanza de estirar su raquítico sueldo como cortador de caña de azúcar. “Estoy ardiendo”, dicen que repetía una y otra vez cuando se tocaba la cabeza con la palma de la mano y la mostraba sudorosa. “Solo un poquito más”, mascullaba frente a los demás jornaleros que le insistían que tomara un descanso. Pero el hombre de 70 años, oriundo de la Sierra de Zongolica, se negaba, seguro que su cuerpo podía resistir un poco más. A los pocos minutos se escuchó un ligero gemido, casi imperceptible. Luego un golpe seco que sacudió las altas vainas. Los jornaleros más jóvenes supieron de inmediato qué hacer: en su trabajo los golpes de calor son peligrosamente comunes. Apenas vieron tendido el cuerpo frágil y febril de don Héctor, como un trapo empapado con agua caliente, lo tomaron de los tobillos y muñecas y colocaron en la batea de una camioneta blanca. Ninguno de los seis jornaleros que lo asistieron pidió permiso para salir. Todos se dispararon hacia la clínica más cercana, el IMSS de Cardel. En la batea, el cuerpo don Héctor daba tumbos mientras un compañero le derramaba agua tibia en el pecho. Tras 14 minutos con el pedal al fondo, la camioneta se estacionó en las puertas de la Sala de Urgencias, pero don Héctor ya no tocó el suelo: murió en su desesperación por ganar unos pesos más para poder comer. Su muerte no es un hecho aislado. Las condiciones de trabajo en miles de plantíos de caña de azúcar en México –y el mundo– se asemejan más a la esclavitud que un trabajo del siglo XXI que impulsa a millonarias industrias como la azucarera, refresquera, alcoholera, farmacéutica e, incluso, la energética: la constante son salarios de hambre, largas jornadas de trabajo, ninguna seguridad social, condiciones insalubres y exposición permanente a riesgos en la salud, como severa deshidratación y constantes golpes de calor como el que mató a don Héctor. Pero no solo eso. También hongos causados por semillas putrefactas, bacterias que se alojan en pulmones, lesiones en la piel. Lo más grave es una misteriosa variante de insuficiencia renal crónica que aún no se sabe por qué se ensaña tanto con los cortadores de caña: empieza con vómitos y dolor en las articulares y termina con el jornalero tendido en la cama y forzado a dializarse para sobrevivir, pero sin dinero para tratarse mueren sufriendo los peores dolores. En el ejido Sabaneta Chica en Tres Valles, Veracruz, por ejemplo, todos esos riesgos se corren a cambio de un trabajo 70 pesos al día en la temporada de corte de caña de azúcar. Lo hacen niños y adultos hasta por 12 horas seguidas, con un sopor que evapora la vida. Lo sé porque Nayelli, una de las sobrevivientes de explotación sexual que atendemos en Comisión Unidos Vs. la Trata, proviene de esa comunidad, donde los hombres se consumen como azúcar en el agua: su padre, Ramiro, empezó a trabajar en ese plantío a los 15 años y murió en 2008, a los 60 años, sin conocer lo que significaba tener prestaciones, aguinaldo o, al menos, una jornada laboral que le permitiera descansar y pasar las tardes con su familia. La mayoría de su vida la pasó en una dieta de tacos de frijoles o arroz y en sus mejores días comía delgados pedazos de carne. La pobreza siempre le persiguió como el sol. Cuando falleció lo hizo agonizando por un empleo que nunca sacó de la pobreza a su familia, pero que sí hizo ricos a los dueños del ejido y que le permitía a los clientes de sus patrones endulzar sus postres y bebidas alcohólicas con azúcar mezclada con el sudor de los más pobres de Tres Valles. Si el padre de Nayelli hubiera tenido un ingreso digno, y no hubiera muerto prematuramente a causa de la explotación laboral, seguramente el futuro de su hija hubiera sido distinto: un año después de su fallecimiento, empujada por la pobreza, Nayelli buscó un trabajo que le permitiera ayudar con los gastos de casa. En lugar de eso encontró una red de explotación sexual en La Merced, Ciuda de México, donde fue obligada a prostituirse. La historia de Nayelli, y la de su padre, es un ejemplo doloroso de cómo la trata de personas nunca afecta solo a un individuo. Es una maquinaria ilegal que hace dinero arrasando comunidades enteras: donde hay explotación laboral no hay tiempo para que los padres cuiden a sus hijos y esa condición vulnera a niñas y niños frente a distintas expresiones del crimen organizado, como los tratantes de personas. Lo mismo sucede con los hijos: si todo el panorama laboral que tienen enfrente es un trabajo explotador y miserable, buscarán ingresos por una vía distinta. Y en localidades como Tres Valles, donde el trabajo escasea, el único empleador que recluta todos los días y que ofrece dinero constante es el crimen organizado. Para salir de esta dolorosa realidad urge la denuncia de casos de explotación laboral a teléfonos como 5591 292929 y sitios como tupista.org; el apoyo de la sociedad civil a víctimas de trata de personas en plataformas como comisionunidos.org; y la acción decidida de los empresarios de México. Estos últimos tienen un rol clave: en sus manos la capacidad para librar de su cadena de producción cualquier tipo de explotación laboral. Si ellos brindan al país y a sus empleados un salario justo, trabajo digno y las prestaciones que la ley contempla, entonces serán parte vital de la medicina para un país afiebrado por la violencia. No podemos avanzar sin ellos: solo con su solidaridad y aportaciones podremos desarmar esa maquinaria que convierte a los mexicanos en esclavos y al país en una fábrica de pobres. Don Héctor, Ramiro y Nayelli lo saben a la mala: una comunidad que siembra bajo la explotación laboral y el maltrato cosechará narcomenudistas, sicarios, padrotes y muchas víctimas. Hagamos que México lo sepa a la buena: una comunidad que planta trabajo digno, recolecta desarrollo y paz.   Contacto: Twitter: @RosiOrozco Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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