Hace algunos años, sentada en el salón de clases, escuché una de las frases que más me han ayudado en la vida profesional: de nada sirve juzgar, hay que observar. El profesor, un peruano afincado en la ciudad de Washington hacía muchos años, un hombre sereno y muy inteligente, nos daba el siguiente ejemplo: una compañía que vende café pone la siguiente advertencia: el café caliente está caliente. La primera reacción fue juzgar el aviso como una tontería. Todos los alumnos coincidíamos en esa conclusión y el maestro sonreía. ¿Qué les dije? La advertencia había prevenido una serie de demandas de clientes que hubieran costado millones de dólares a la compañía. La competencia había desembolsado grandes cantidades de dinero por resoluciones del tribunal a favor de las personas que se habían quemado la boca. Algo tonto deja de parecerlo cuando tiene una unidad de medida que la acompaña, especialmente si se trata de una unidad monetaria. Los prejuicios son el gran freno del mundo corporativo. Son estas opiniones que se forman inmotivadamente, de antemano y sin el conocimiento necesario. Son, asimismo, la causa de grandes tropiezos empresariales. Lo curioso es que a pesar de que mucha gente cree tener la mente abierta, nos siguen sorprendiendo ciertos convencionalismos que rayan en la obcecación, ciertos escrúpulos que más bien parecen tabús. Funcionan en forma casi automática, imperceptible. Estas conductas irrumpen en el escenario de nuestra mente en forma autónoma y parece que se mandan solas. Si no tenemos cuidado, nos pueden llevar a cometer errores garrafales, costosos y en ocasiones fatales. Los prejuicios corporativos son peligrosos porque generalmente van revueltos con un poco de verdad. Sin embargo, el porcentaje de realidad que tienen es muy pequeño pero tan poderoso que ejerce una influencia que nos motiva a creer en algo que no es tan cierto. Interpretamos a partir de sustentos inciertos. Martin Heidegger hablaba de que el sentido supone aquello sobre el fondo de lo cual se dan las circunstancias. Es decir, hay un aspecto estructural que condiciona la forma en que desciframos la realidad: los antecedentes. A partir de experiencias pasadas, propias o ajenas, preconcebimos una opinión que se filtra sin pasar por el tamiz del análisis. En esta condición, el prejuicio es una forma de comprender. El problema se presenta cuando el prejuicio se concreta y entonces origina una limitación de cara al futuro. Incluso en el actuar presente. Los prejuicios en el campo de trabajo son opiniones que no se distinguen de los hechos. Son esos impulsos que nos llevan a actuar más por preferencias que por razones. Así, empezamos a clasificar en forma irracional las declaraciones, discreciones, preferencias, expectativas que impulsan una toma de decisiones arriesgada. A veces, equivocada. Los prejuicios corporativos tienen características que nos pueden ayudar a detectarlos para evitarlos:
  1. Carecen de objetividad. Son opiniones que se emiten y no hechos sustentados. No existe forma de medirlos y, por lo mismo, tampoco hay manera de evaluarlos.
  2. Omnipresencia del pasado. Existe una imagen espontánea que hace referencia al pasado en forma visceral. No hace referencia a las variables presentes y busca destellos de experiencias anteriores como justificación.
  3. Anticipación del futuro como consecuencia del pasado. Tendemos a dibujar una línea continua entre lo que sucedió y lo que sucederá, como si se tratara de un mandato poderoso que no se pudiera modificar.
El prejuicio corporativo amarra las manos de los ejecutivos y de los emprendedores. Acaba con las iniciativas y apaga cualquier tipo de innovación. Envejece la lucidez y privilegia el miedo. Como digo, se basa en un fragmento de verdad que sirve como sustento para despreciar buenas iniciativas. Entonces, sustentados en ese pedacito pequeño se edifica una certeza que puede aniquilar proyectos enteros o anticipar amenazas. Edifica grandes estructuras de pretextos y gasta mucho en la inmovilidad. Paran el progreso. Evidentemente, el prejuicio corporativo sale muy caro. Además, generalmente está hermanado con la necedad. La combinación es explosiva y letal. Es como una bomba soporífera que acaba con el entusiasmo y va ralentizando las operaciones. Es una actitud peligrosa porque actúa en forma silenciosa. Es como una enfermedad que crece en la sombra. Como no nos damos cuenta, incluso llegamos a privilegiar su desarrollo. ¡Cuidado!, los prejuicios no son exclusivos de cierto segmento de la sociedad. Hay jóvenes tan prejuiciosos como los viejos. Ataca por igual a empleados que a ejecutivos, a autoridades que a emprendedores. Es un impulso discreto que casi no se nota, pero es muy poderoso. Por eso hay que tener mucha precaución. Por lo tanto, cuando sintamos ese deseo de elevar el dedo juzgón para desestimar en forma incendiaria alguna iniciativa antes de analizarla, hay que encender una alerta en el tablero de control. A veces lo descabellado es lo conducente. Por lo tanto, si recibimos una idea novedosa, una propuesta para hacer las cosas de forma distinta, sin importar que la mejora venga de un joven sin experiencia o de un viejo decrépito, valdría la pena valorarla antes de desecharla. Si tenemos frente a nosotros un currículo, sería importante platicar con el candidato antes de desestimarlo por cuestiones de sexo, edad, procedencia. Si vamos a evaluar un proyecto, es nodal evaluar objetivamente antes de entusiasmarnos y seguir adelante. Las barreras culturales que construimos obstruyen el flujo de trabajo y se oponen al crecimiento. Los prejuicios corporativos se agravan cuando se convierten en convicciones personales, profesionales o empresariales que afectan la forma en que se maneja la información al nivel de llegar a manipularla. En esta condición, se ven amenazas y se encuentran riesgos en forma irracional. Así se afianza un estereotipo sin asumir responsabilidades. Se pergeña un conformismo y se confía en que el estado de cosas es correcto. Nos engañamos a partir de un espejismo. Se engendra cierta hostilidad al tema. Se percibe agresividad. Se justifican insuficiencias y se complace una autosugestión. El grado más grave se da cuando el prejuicio se constituye como una seña de identidad. La oposición espontánea, sin duda, puede influir el resultado de un proyecto. Las conclusiones corren en riesgo de ser fatales. No son objetivas. La mente fresca y los pies sobre la tierra, dice el dicho. O, tal como decía mi profesor, de nada sirve juzgar, hay que observar. Opinar no cambia escenarios. Observar nos lleva a entender, y a partir de la comprensión podemos llegar a conclusiones acertadas. Emitir juicios a priori no es ser juiciosos, es ser juzgones. Un prejuicio no ayuda; la observación, sí.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @CecyDuranMena Blog: Las ventanas de Cecilia Durán Mena   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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