Toda guerra, aunque no se le llame así, está expuesta a los excesos. Es lo que ocurrió en Nuevo Laredo, donde militares sometieron y asesinaron a seis civiles, en lo que es un episodio más que inquietante. 

La gravedad del hecho se potenció por la difusión de un video que, en principio, fue entregado a medios internacionales. Las imágenes, por momentos confusas, no dejan duda en lo más relevante: se trató de una mala actuación de las fuerzas armadas y seguramente se configurarán delitos contra los derechos humanos. 

Aunado a ello, se colocó en la agenda, de nueva cuenta, el tema sobre la capacitación que requieren los soldados que están realizado tareas de seguridad pública. 

Hace algunos años, el general Enrique Salgado, entonces titular de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, respecto a la ejecución de seis jóvenes de la colonia Buenos Aires y cuyos cadáveres fueron encontrados Tláhuac, señaló que “la adrenalina había hecho de las suyas” y que ello podría explicar el comportamiento de los agentes involucrados en el crimen, muchos de los cuales provenían del propio Ejército y estaban integrados en el agrupamiento Zorros y al grupo especial de disuasión, Los Jaguares.  

Las críticas al general Salgado no se hicieron esperar, pero se evitó, lamentablemente, una discusión específica sobre la propia conformación de los cuerpos policiales. Era septiembre de 1997 y ya desde entonces se apreciaba la dificultad de utilizar militares en tareas de deberían ser de civiles. 

Llega a ocurrir, y es algo que más vale tener presente, que los grupos, ya sean policiales o militares, se salen de control en coyunturas específicas. 

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El caso que ilustra, con mayor precisión, lo anterior es el de Tanhuato, en Michoacán, donde elementos de la Policía Federal (PF) abatieron o de plano ejecutaron a 42 presuntos integrantes del Cártel de Jalisco el 22 de mayo de 2015.

Sobre los hechos, el entonces ombudsman, Luis Raúl González Pérez señaló: la PF desplegó un “uso excesivo de la fuerza, manipuló evidencia y trató de manera indigna a algunos de los cadáveres”.

La masacre fue respuesta a un ataque que una célula CJNG les propinó a las fuerzas armadas el 1 de mayo de 2015, y en la que inclusive derribaron un helicóptero, con el saldo de ocho militares y un policía federal muertos. 

Es decir, hay explicaciones a los hechos de violencia cometida por las autoridades, lo que debiera servir para analizar e instrumentar políticas preventivas al respecto que eviten que se cometan crímenes al perseguir crímenes, porque ello es el cuento de nunca acabar.  

En la Secretaría de la Defensa, respecto a lo ocurrido en Nuevo Laredo, están encarando el asunto y mandando señales que hechos de esa naturaleza no se van a tolerar. Hacen bien en términos legales, pero de igual modo en lo que respecta a la salvaguarda del prestigió de la propia institución. 

Por lo pronto, 16 de los militares participantes en los hechos están detenidos por violaciones a la disciplina militar y seguramente en los próximos días la FGR entablará las acusaciones respectivas de índole penal. 

Teniendo claro lo anterior, no hay que perder de vista el entorno tan complejo en que están actuando las fuerzas armadas, donde las presiones que provienen del propio crimen organizado son cada día mayores y donde los encuentros con los bandidos suelen ser violentos, más aún en la región fronteriza de Tamaulipas. 

Es más, son los militares quienes suelen comprometerse más con el esclarecimiento de este tipo de eventos y conductas que contravienen, no solo la disciplina, sino el espíritu mismo de las fuerzas armadas. 

Son momentos por demás difíciles y las violaciones a los derechos humanos se pueden convertir en un talón de Aquiles, porque sus consecuencias suelen prolongarse a lo largo de los años. 

Una cosa es segura, revertir la impunidad empieza por condenar acciones tan macabras como la ocurrida en Nuevo Laredo, aunque, insisto, existan las explicaciones sobre lo que catalizó que se desatara semejante barbarie. 

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