Las chancletas caminan rápido, unos niños pasan corriendo y gritan algo parecido a un insulto. El comercio es agua y pan duro. “50 dirhams, mi oferta”. No, no, 40. “45 dirhams, se lo lleva”. Está bien, tenga un billete de 50. “¿50? ¡Si son 70!”. El diálogo es recurrente y la negociación, inevitable. Es parte del cotidiano en Marrakech, todos los días y en todos los idiomas posibles, de todas las formas existentes dentro del zoco principal, el mercado situado en pleno corazón de la Medina marroquí, la ciudad amurallada, en donde lo mismo artesanos, peluqueros, panaderos o sastres edifican una muralla de gritos y alaridos que funcionan como una válvula para el recién llegado: Marrakech da la bienvenida pero también atisba tiento. Atrae y expulsa, está viva y se escucha fuerte su corazón. Respira. Si tuviéramos por guía sólo los oídos podríamos “ver” de forma más nítida la zona neurálgica de Marrakech, pese a su sesgo occidentalizado, colonizado y ceñido a una monarquía. Cierto, la ciudad es caos e intensidad, los decibelios del rugir en los motores de las motocicletas que van en todas las direcciones imaginables así lo apuntan, claro y raudo. Pero si uno se pega a la pared e ignora por unos minutos la energía del comercio y las plazas públicas, encontrará ese sitio que se escapa levemente del exotismo y el folclor que atrae a los turistas. Una flor, un jardín. El silencio del aire caliente. Las mujeres hablan suave y también los niños. Existe un atisbo de sufrimiento implícito en el color de la lengua árabe, aunque es difícil para los mexicanos citadinos descifrar a bien el trasfondo: ¿esa intensidad es violencia por un cargamento frutal?, ¿algún malentendido con los precios entre iguales al finalizar Ramadán? Lengua es muralla que resquebraja el jarrón del entendimiento. Caminando por la plaza de Yamaa el Fna, haciendo un esfuerzo por no sucumbir al mareo de los más de 40 grados en plena tarde, los llamados de los vendedores de jugos, comida, músicos y encantadores de serpientes son trompetas de fuego que buscan derrocar y exprimir al turista para refrescarse la frente. Una cobra ha notado la presencia del chocoso extranjero, aquel blanco adinerado al que seguramente se le cobrará con creces su hambre de exotismo recientemente reintegrado a la comunidad africana. “Hey, hermano, reloj barato. Hey… ¿español?, ¿english…?”.  Cerrar los ojos y escuchar: un gato que parecía muerto, casi derretido, maulla suave, casi amable, casi hablándonos al oído. Los alaridos, el aceite que fríe el postre caramelizado y seductor de la noche. Y la música bereber, que también es parte del hipnotismo. Marrakech se encuentra casi ausente de sus antiguos palacios y jardines monumentales, pero si uno busca puede escuchar la fragilidad de la memoria, el respingo de la sonrisa franca y la mirada enternecida detrás del hambre, aquella que escapa al tour trazado por el guía de turistas, que enrevesa las palabras de advertencias del administrador del riad, quien nos habla en un inglés seco y gutural, aunque bien articulado. Entonces, uno escucha bien las flores de la devoción, que como dijo un tipo de voz pastosa “la llevamos en el estómago y el corazón”. Palabras ininteligibles que se confunden con las flautas de pan y las voces oscuras que ofrecen hashish; figuran el sonido del sol curtiendo la piel. ¿Hay tal?, ¿existe?, ¿se puede escuchar el sonido del sol? Donde la ruina yace, hay una flor que susurra esperanza de otro tipo. Los rezos incesantes y profusos dan cabida a un silencio interno mayor para algunos, enfundado en un bullicio aparente. Los colores sonoros de la ciudad nos llevan a un pequeño puesto de artículos usados, en donde se escucha un vinyl de 45 revoluciones editado en Casablanca hace más de 40 años. Un sorbo de té caliente y dulce de menta es la señal de que la presa ha caído: nosotros. Fuerte volumen, gran silencio. Señas con las manos y palabras que no sabemos si invitan o repelen. Marruecos guarda en silencio sus secretos a los ojos del forastero, los esconden como una de sus últimas pertenencias preciadas, en medio de un marasmo incandescente de ruido ensordecedor.
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