Dicen que una vez muerto el perro se acaba la rabia, pero el dicho no siempre es infalible, como seguramente será con el reciente anuncio del jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, quien pronto dará a conocer una norma que prohibirá la circulación de los microbuses, por lo que quien quiera una concesión tendrá que brindar el servicio con un vehículo ecológicamente sustentable. Sin embargo, esto no acaba con uno de los grandes problemas: los miles de concesionarios, que son los principales responsables del caos y la inseguridad que provocan todas las ‘chatarras’ que a diario llevan de un lugar a otro a los habitantes de la capital, donde el estándar es un sistema ineficiente en tiempos y en calidad de servicio, y que incluso atenta contra la dignidad y viola los derechos humanos de los pasajeros. Para dimensionar las cosas, hay que ver los datos del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (ITDP, por sus siglas en inglés), que indican que los microbuses, autobuses y vagonetas realizan cerca de 14 millones de viajes diariamente en la Ciudad de México. Es evidente que el sistema no funciona, ni para los ciudadanos, ni para los dueños (pues su inversión se devalúa a cada momento), ni para los choferes, quienes arriesgan la vida de cualquier cantidad de personas con tal de ganar un pasajero (aproximadamente 5 pesos). Ante tantas pruebas fallidas hay que cambiar el modelo de propietarios individuales por empresas, algo muy similar a lo que ocurre con el Metrobús o algunas líneas de buses en el Circuito Bicentenario. No se trata de sacar de la jugada a los dueños actuales, pero la mayor parte de la concesión tendría que estar en manos de una empresa reconocida (mediante una licitación), la cual tendría que tomar las decisiones mediante un gobierno corporativo y transparente, y encargarse de los planes de renovación vehicular y de mantenimiento constante, de dar un salario justo y seguridad social a los choferes (para que no se tengan que estar peleando el pasaje) y de renegociar las tarifas y tener al día el pago de los seguros de los vehículos. Además, un esquema así permitiría registrar las entradas, sinónimo de ganancias, tal y como ocurre en el Metro o en el Metrobús, y generar impuestos para la ciudad, o, en su defecto, hacer revisiones y canalizar subsidios a las empresas que los requieran, pues la idea es dar un buen servicio a toda la ciudad, pero evidentemente hay zonas con menor demanda o en las que los vehículos tienen más desgaste, las cuales difícilmente interesarán a un empresario. Al ser una sola empresa y no miles de dueños, para el gobierno sería más fácil certificar la capacidad de los choferes o aplicar las infracciones en caso de violaciones a los reglamentos por parte de los choferes o las compañías, como en el caso de las emisiones contaminantes. Aunque tampoco es garantía total, como ocurre con el Metrobús, sistema que también llega a provocar accidentes porque un chofer se pasó el alto o sus emisiones de contaminantes son más que visibles. En este sentido, el compromiso también debería venir por parte del gobierno. El anuncio de erradicar los microbuses es una gran medida, pero no es la solución a todo el problema del transporte capitalino. Supongamos que el gobierno instrumenta un programa de sustitución vehicular y como por arte de magia desaparecen todos los microbuses y comienzan a circular flamantes flotillas de buses nuevos con los más altos estándares de seguridad y de emisión de contaminantes. No obstante, seguiremos teniendo las mismas rutas desarticuladas, los mismos choferes que no tienen la menor idea del reglamento de tránsito, del trato que debe recibir un pasajero o de la capacidad de pasajeros que tiene cada unidad, todo esto solapado por los propietarios de las unidades. Un modelo empresarial implica la sostenibilidad del sistema de transporte en el tiempo, pues los concesionarios sólo tienen en mente la manera de sacarle hasta la última gota posible al vehículo, claro está, sin invertirle un solo centavo. Y por más estímulos y planes de sustitución del parque vehicular que hace el gobierno, siempre regresamos al mismo punto: cualquier cantidad de ‘chatarra’ circulando y poniendo en peligro a pasajeros, peatones y demás automovilistas.

 

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