La pobre asignación de recursos está causando estragos, pues ya se acerca una incapacidad para proveer agua, energía y alimentos a toda la población, en especial a la más vulnerable.         La economía social de mercado ha sido típicamente asociada con el hecho de que un mercado eficiente y libre invertirá en donde vea oportunidades de rentabilidad, logrando con ello “satisfacer” las necesidades de la población general, mediante la creación de productos y servicios que finalmente elevan el estándar de vida y económico de la humanidad, generando con ello mayor empleo y bienestar. Dentro de este modelo, por supuesto, interviene el rol del estado en redistribuir la riqueza, garantizar el bienestar de los menos afortunados, e incluso dedicar recursos de inversión en donde el sector privado, por falta de interés, poca rentabilidad, alto costo y/o magnitud de la inversión, no entra. Hasta aquí todo suena perfecto y sensato. Pero el modelo, tal como está planteado, ha sufrido grandes cambios y desviaciones en las últimas décadas. El porqué de este merece quizás un libro completo de análisis que pudiera cubrir una decena de puntos de vista diferentes. Pero el hecho es que el resultado de la desviación ha causado un círculo vicioso perverso (sin necesariamente haber sido deliberado). A saber, el sector privado de hoy en general está dominado por las grandes corporaciones con economías de escala, en conjunción con el sector público. Hasta aquí, esto no debiera ser necesariamente negativo. Pero las políticas de las últimas décadas han convertido a los países desarrollados en básicamente sociedades de consumo y subsidio, dejando a los mercados emergentes el rol de aparato productivo y excedentario. Esto, en mi opinión, surge del mejor estándar de vida y potencia financiera que traía el bloque desarrollado, por haber tenido más antigüedad en el modelo y por haber dominado vía base monetaria. Pero los mercados emergentes y el ex bloque Soviético adoptaron el modelo de tan buena forma que se convirtieron prácticamente en el motor de la economía mundial en términos de producción, dejando a los desarrollados dedicados a cobrar y disfrutar. Pero se acabó la hora de cobrar y pronto tocará trabajar. Por supuesto, el mundo desarrollado ha liderado en innovación tecnológica y científica, bienestar social y alfabetización, por nombrar algunos. Pero ha empobrecido en términos de deterioro de sus cuentas fiscales, menor proporción de producción industrial, menor equidad, disminución del poder adquisitivo de la población promedio y también menor control sobre el gasto y el endeudamiento. Esto ha sido exacerbado en la última década, vía la imprenta de billetes y el endeudamiento para sostener el gran aparataje de subsidio y la manutención del status quo de los grandes conglomerados (quizás era más lógico imprimir cupones de consumo para cada ciudadano que imprimir bonos para salvar los bancos, pero eso no hubiera resonado con la clase política). Ya he cubierto en columnas anteriores que aquella dinámica es un castillo de naipes esperando desmoronarse, trayendo con ello grandes cambios en un futuro no muy lejano. Pero quiero brevemente alejarme de ese escenario por un momento y llamar a la reflexión en áreas que pienso son mucho más básicas y con peores consecuencias: la distorsionada asignación de recursos está causando estragos que tendrán un impacto mucho más importante en nuestras vidas. Aquellas que se refieren al nivel básico de subsistencia. Insuficiencia futura vía falta de capacidad o excesivo alto costo de agua, energía, alimentos, sustentabilidad ecológica y tantos otros más. Es un hecho comprobado que el clima está cambiando y la población creciendo a un ritmo mucho mayor que la velocidad de implementación de soluciones. Desde el punto de vista privado, aquellas inversiones son enormes en magnitud y con resultados económicos a demasiado largo plazo. Enfrentaremos insuficiencia de capacidad de oferta si algo no se hace pronto. Pero los países desarrollados están más preocupados hoy de mantener el barco a flote, imprimiendo cantidades siderales de dinero en la manutención del consumo y el empleo. Desde el punto de vista del inversionista, hoy tiene más sentido invertir en bienes raíces para renta que en plantas desalinizadoras o predios de alta eficiencia agrícola. No se ve mucha gente buscando terreno para plantar lechugas o poner ganado, sino más bien tales tierras tienen mayor sentido para rentas inmobiliarias, que son menos complejas y requieren menor esfuerzo. Me preocupa que el tema pase a primer plano cuando ya sean irremediables a corto plazo aquellos déficit, y esto cause serios problemas de abastecimiento y genere además una hiperinflación, dada la poca oferta. Veo muy difícil dado el alto endeudamiento y el poco enfoque en aquello que estas inversiones sean realizadas en un corto plazo. Las políticas del mundo actual están pegadas en la inmediatez. No hay una visión consistente de aquellos riesgos ni una claridad a largo plazo. Quizás una inversión fuerte en la infraestructura necesaria para esta sustentabilidad (no me refiero a edificios o carreteras) sería una solución para aumentar el empleo y la inversión y con ello dejar atrás las practicas actuales de seguir incentivando el consumo como método de crecimiento. Un inversionista astuto con horizonte de 5 a 10 años debiera estar invirtiendo en tecnología verde, agua, agricultura y forestal, energía limpia, por dar algunos ejemplos. Sospecho que aquello retornara tasas muy atractivas a largo plazo.   Contacto: www.ethanmichaly.com   *Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.      

 

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