Entre 1995 y 2005, en América Latina se creyó que la crisis de la deuda debía atenderse como un problema de solvencia, sin considerar que justo ese tratamiento terminó desatando un verdadero problema de solvencia. A principios de 2012, el expresidente español Felipe González emprendía una dura crítica contra las políticas de extrema austeridad implementadas en la Unión Europea, y lapidariamente afirmaba que “la austeridad hasta la muerte irremediablemente conduce a la muerte”.

En diversos escenarios económicos se ha comprobado que sin contribución no hay crecimiento, es imposible fondear programas de desarrollo e infraestructura, así como imposible es que se mantenga la estabilidad. 

Felipe González calificó estas políticas como austericidas, ya que no generan empleos, ni competitividad, frenan la globalización, no permiten el crecimiento económico y arremeten contra la identidad y la soberanía de las instituciones.

Castigar los presupuestos hasta el punto de ahorcarlos no es, en definitiva, la mejor estrategia contra la corrupción y el desvío de recursos; es una forma de imponer nuevos populismos en los que se incrementa la base de pobres con fines electorales, se engruesan los programas clientelares y se provoca el paternalismo.

Ciertamente, después de esos largos años de amplia austeridad el mundo se sumergió en una profunda crisis económica, para la cual aún no hay ruta clara ni proyectos certeros que reencaucen hacia el desarrollo y la estabilidad.

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Hablar de austeridad, tendría que hacer referencia a las políticas públicas que permitieran un equilibrio en la cuenta pública, con esquemas viables, razonables y eficientes bajo los cuales el Estado pueda funcionar y operar las actividades más básicas de atención a la población.

En un primer momento, bajo escenarios de amplio debate y descontento, la promesa de austeridad y de transformación pueden llegar al ciudadano como un bálsamo que cure las heridas del pasado. Como ese remedio fantástico que nadie antes vio ni pensó, pero que llega como llegan los proyectos mesiánicos, con muchas promesas y altísimas expectativas. Sin embargo, con el paso del tiempo, las señales preocupan a más de uno (y no todos de oposición) sobre todo cuando se contextualizan en una emergencia sanitaria o en un proceso de constante inestabilidad y especulación.  

La primera lectura de la política de absoluta austeridad no se puede hacer a la luz de la transformación pues pareciera que, en lugar de evitar una crisis, el austericidio dispone las condiciones para una tormenta perfecta.

Estas condiciones, propician el desmantelamiento de instituciones, el centralismo, amplían la brecha de la desigualdad y consolidan el ciclo no virtuoso del desempleo, la baja contribución y el nulo crecimiento.

La austeridad impuesta (y extrema) es la respuesta equivocada ante una crisis y sus efectos pueden ser tan catastróficos como amenazantes para la supervivencia de las instituciones y el Estado de derecho.

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