Cuando la noticia de su muerte se esparció, el escepticismo fue natural: ¿Juan Gelman, muerto, en serio? Lo creíamos invencible. Eterno. Una voz única, que siempre estaría presente.   Hará ya uno año de aquello. Cuando el 14 de enero de 2014 se regó la noticia de la muerte de Juan Gelman, el mundo entero, y sobre todo el de habla hispana, se cimbró. Y no es exageración. Cierto: hoy, visto a la distancia, su partida significó el inicio del duro año que fue 2014. (Porque, tras su muerte, otros excepcionales artistas le dieron alcance; por citar sólo algunos: José Emilio Pacheco, Federico Campbell, Emmanuel Carballo, Luis Nishizawa, Luis Villoro, Jorge Saldaña, Luis Herrera de la Fuente, Gerardo Deniz y Vicente Leñero… Y, claro, “nuestro mexicano” Gabriel García Márquez.) En lo personal, yo no me he podido recuperar de aquella pérdida. Y estoy seguro que muchos otros lectores —y él, Gelman, ¡vaya que si los tenía a raudales!—, me parece que tampoco. Cuando la noticia de su muerte se esparció, el escepticismo fue natural: ¿Gelman, muerto, en serio? Lo creíamos invencible. Eterno. Una voz única, que siempre estaría presente. Quizá porque en todas las actividades de su palabra lo caracterizó como primera (y última) virtud su sensibilidad, su ética, su lucha por la justicia: ya transicional, ya social, y que nos ha dejado como herencia mayúscula ahora. Una herencia, esta última, que deberíamos tenerla siempre presente, recordarla (y recordárnosla) en un país como el nuestro, hoy tan ausente de ella: la justicia. Porque él, Gelman, escribió lo que vivió, gozó y padeció. Fue una lección no sólo literaria, también humana (o mejor: de conducta revolucionaria). Por eso es que lo extraño tanto. Por eso es que ahora lo recuerdo. Sé que también alguien más debe estar haciéndolo: recordándolo. Alguien en este justo momento —así como lo hago yo— está leyendo uno de sus balsámicos poemas. Seguro está conquistando a la mujer amada con uno de sus versos. O simplemente lee, canta, recita, invoca, alguno de los cientos de poemas suyos —regados en una treintena de libros que dejó publicados.
Entrañable vate (Foto: Rubén Pax).

Entrañable vate (Foto: Rubén Pax).

Pongámoslo de esta manera —y así lo escribí en su momento para un periódico—: como pocos, Juan Gelman supo interrogar esa materia oscura, laberíntica, que es el hombre (corrijo: nosotros); como pocos, él hizo de la poesía luz. ¿Oda o elegía? Realmente no importa: la herencia con que nos enriqueció se ostenta sellada por la universalidad accesible: adaptando lo universal a lo concreto, Juan Gelman no sólo transitó por las veredas comunes del ser humano —amor y desamor, exilio y soledad, vida y muerte, desasosiego y esperanza—, también lo hizo por el camino político y social. Su poesía, de hecho, procedía directa y radicalmente de la vida. Él mismo lo decía: la lectura de poesía realmente enriquece y abre los ojos sobre muchas cosas; en especial, sobre uno mismo. Y tenía razón: porque al final de la experiencia no sabremos si seremos mejores personas o no, pero sí seremos algo más libres. Ya que si algo queda claro es que siempre, cuando se termina por leer uno de sus poemas, permanece en el lector una sensación de serenidad. Como si hubiera sido tocado por algo supremo, por algo superior. Quizá sí: por la poesía misma.

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¿Cómo nombrar a Juan Gelman? Desde luego era un poeta —corrijo: un excelso poeta—; también, ejerció el oficio de periodista: una profesión que, según decía, le daba para comer. Nos consta que la hizo suya, la abrazó, la quiso mucho. Era, de igual forma, un luchador social: alguien que abogó más por la justicia que por el perdón. Sin embargo, si hubiera que resaltar algo de él era que, ante todo, fue siempre un gran ser humano: un vate amado y admirado y querido. Siempre afable y sonriente, él recibía al interlocutor para charlar y platicar de la poesía y de la vida, que, al menos en él, era una y la misma cosa; lo cuento como a mí me pasó durante las diversas ocasiones que nos vimos para conversar: ya en su departamento de la colonia Condesa, o en alguna cafetería cercana: ahí estaba con su cabello blanco de abuelito cómplice; con el largo y lento fluir de su acento argentino; con la insondable gravedad de su rostro; con esos párpados caídos que le hacían tener una mirada triste y a la vez pícara.
Eterno (Foto: Josué D. Romero).

Eterno (Foto: Josué D. Romero).

Sí, ahora que lo veo a la distancia, no fueron dos, tres o cuatro entrevistas las que tuvimos; más bien, fue un encuentro continuo, duradero —añado: único—, el que tuvimos desde los primeros años de los dos mil… En una de nuestras primeras charlas, con el Mundial de futbol a las puertas, me contó que sentía afinidad por el Club Universidad, por los Pumas, y un poco por el Atlas. También, que en los potreros de Villa Crespo (en su natal Argentina) le decían “el pibe taquito”, por el modo de empujar la pelota. Su rostro, cuando platicaba aquello, se le iluminaba. Daba gusto verlo jovial. Para entonces, yo quería hablar de cosas “serias”; él, sólo del gozo de la vida. (Lo sé: errores de juventud; de mi juventud, aclaro.) En cierto momento le cité lo que había escrito Rimbaud, de que el poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. ¿Será cierto, maestro?, le pregunté. Gelman sonrió. Es verdad, en un sentido metafórico —me respondió—. Eso se puede expresar de otra forma. No sé si fue lo que quiso decir Rimbaud, pero se puede pensar de otra manera y parte de un hecho innegable para mí: el que escribe es uno mismo y a la vez un desconocido… Así, lo que puedo decir es que hay una necesidad de limpiar mucha maleza para llegar a sí mismo, y éste es un trabajo necesario para el poeta y para el mundo. Porque a través del acto de escribir se vive a los demás y se vive el mundo… Entonces hay que internarse en uno mismo y limpiar mucha maleza para llegar a la posibilidad de una expresión más verdadera de sí mismo y, claro, del mundo también. Hizo una pausa para darle una calada a su cigarro. Luego, añadió: ahora, lo que dice Rimbaud es una gran verdad, cuando habla del desarreglo de todos los sentidos… Me parece que se refiere a desaprender todo lo aprendido, a desarmarse de toda arma de defensa, a entregarse. Y esto no sé si es complicado, pero sí es difícil. Se llevó de nuevo el cigarro a sus labios, y dio una nueva calada. Aproveché, entonces, para preguntarle por esa duda que ha cruzado la historia de la poesía, la de saber si el poeta nace o se hace. Gelman no lo pensó dos veces: la verdad, no lo sé —dijo—… Hay tantas cosas que uno no sabe, o no se explica, en este oficio. Cuando veo la gran cantidad de niños menores de cinco años que mueren por hambre, miseria, enfermedades curables (casi 15 mil al día, en el mundo), me pregunto cuántos Rimbaud hay entre ellos… Pero, respondiendo, sigo sin saber las circunstancias que influyen; puede ser una gran cantidad de ellas, empezando por la propia casa: los padres, los hermanos o los amigos; también están las lecturas, los golpes de la vida, la experiencia. No es fácil asumirse como poeta, sobre todo cuando uno lo elige… ¡Y mejor esconderlo, en especial en el barrio..! Dicho esto, Gelman no aguantó y soltó una risita. ¿O sea que todavía es un oficio penoso?, le dije, también riendo. Penado, más bien —dijo él—, y soltó, ya de plano, una carcajada. Aunque inútilmente, traté de ponerme serio. (Contagiosa era la risa de Gelman.) Quise saber cuándo se sintió ya poeta. Le especifiqué: maestro, ¿cuándo dijo: soy poeta: fue cuando escribió aquel poema a los 11 años, para conquistar a una niña mayor de su edad? El rostro de Gelman volvió a iluminarse. Dijo: en efecto, ese poema era para eso, para convencerla, pero no la convencí; así, me dije: mejor no intentar la poesía… Aun así —le repliqué, riendo—, usted se asumió como poeta. Él se sinceró: para mí —comenzó diciendo Gelman— es un proceso largo. Porque tener conciencia de ti mismo en cierto campo lleva tiempo, lleva mucho tiempo… Ahora, mirando para atrás, quien influyó en mí fue mi hermano mayor. Procedo de una familia rusa, así que cuando tenía unos seis años me recitaba poemas (en ruso) de Pushkin, y yo no entendía nada. Pero la musicalidad, el ritmo, todo esto me transportaba a un lugar maravilloso. Esos recuerdos yo siempre los tengo a la mano. De manera que no tengo una respuesta de si se hace o nace el poeta. Gelman hizo una pausa, para darle un sorbo a su bebida. Luego me contó uno de esos milagros que nadie se puede explicar, como él mismo lo llamó. ¿Sabe? —me empezó a contar—, en tercer grado de primaria, yo tuve una maestra que nos leía a Ramón López Velarde, quien, como usted sabe, fuera de México es poco leído… En Argentina, en ese entonces, sólo había de él ensayos y estudios; él no salía del mundo académico. Así que, como ve usted, era verdaderamente un caso raro. En fin, nos leía poemas de él, y para mí la poesía era como una hipnosis. Me atraían, por un lado, los sonidos; por otro, el misterio de unas palabras incomprensibles. Había esa cosa de magia, de musicalidad en las palabras… Aproveché que hablaba de su niñez, y le lancé una provocación: la infancia, dicen que dijo Frank Zappa, es una de las etapas más crueles en el ser humano. Obviamente, Gelman no cayó; por el contrario. Sí, puede ser, a la manera en que puede ser cruel una patria —me respondió, con esa voz pausada muy suya—. Pues al mismo tiempo la patria es la lengua, la patria es muchas cosas. Una vez, en una editorial argentina, me publicaron un libro, y en la solapa pusieron que yo nací en 1939 y no en 1930. Me enojé mucho. Llamé a la editorial, y les reclamé: ¿con qué derecho me sacan los mejores nueve años de mi vida? Es claro: ambos, entonces, volvimos a reír…

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Una característica —u obsesión, si así lo prefiere— en la obra poética del maestro Juan Gelman fue el lenguaje. Aunque parecía un juego, él siempre dejaba muy en claro que, ante todo, era una necesidad expresiva. Lo estiró hasta los límites. Por ejemplo, convertía verbos en sustantivos y sustantivos en verbos. Pero además, si era necesario inventaba palabras. Todo ello, decía él, para arañar la realidad que se le escurría entre las manos. En otra de nuestras conversaciones hablamos precisamente de ello. También de los temas en su poesía. —Algo que llama la atención en su obra poética es esa obsesión o inquietud por el lenguaje, por los límites del lenguaje. ¿Siempre fue consciente de ello? —Por supuesto. Todo se reduce, siempre, a la necesidad expresiva. Es decir: uno lo recibe todo de afuera, empezando por la palabra que llega desde la cuna. Pero hay una transformación interior en eso: la experiencia se convierte en vivencia, y esa vivencia, cuando se convierte en obsesión, golpea las puertas a la imaginación para que busque la expresión necesaria para decirlo. De tal forma que la realidad tiene diez mil caras, la vivencia también, la imaginación muchas más. Entonces, el momento feliz de la escritura es cuando se produce el buen matrimonio entre la vivencia, la imaginación y la expresión de esa vivencia… —Y eso, sin duda, es lo difícil de asunto… —Qué le puedo decir. Pero como lo decía Dylan Thomas: nadie insistiría en este oficio si no fuera porque de pronto se produce el milagro. Y él mismo agrega: ya lo decía Chesterton: lo verdaderamente milagroso de los milagros es que a veces se producen… Ambos soltamos tremenda risotada. Tras unos segundos, continuó: —Volviendo a su pregunta: la necesidad de expresión me llevó a todo eso… Mire, es infinito el número de cosas que aún no tienen nombre en este mundo, porque además son invisibles. Verá, no es lo mismo el sonido de una lluvia bajo un techo de zinc que bajo un techo de concreto, o que en el campo o la ciudad… Hay miles de sonidos que no tienen nombre. —Lo cierto es que ha estirado el lenguaje hasta el límite, hasta las consecuencias últimas. ¿Seguirá haciéndolo? —Claro que sí. Ahora bien, para mí nunca fue un juego sino una necesidad. Pues como juego eso es muy fácil. Pero lo bueno de todo esto es que hay una tradición en la lengua española, es una vieja tradición en la poesía en castellano. Basta ver y leer el Quijote: se la pasa inventado palabras, y, además, aprueba esta práctica. De igual manera, existe un soneto de Lope de Vega que dice: “siempre mañana y nunca mañanamos”. ¡Ésta es la mejor expresión de las promesas incumplidas! Y con ello agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, ya que solamente no cambian las lenguas que están muertas… Así, la lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma. —En su obra poética hay temas que van y vienen, que están presentes siempre. Sin embargo, ¿para usted existen temas fundamentales? —Sí, para mí sí. No son muchos: la niñez, el otoño, el exilio y, bueno, las eternas: la vida, la muerte, el amor, el desamor, la mujer… —Con los años, ¿cómo ha cambiado su mirada ante estos temas u obsesiones? —Mire, lo que ha cambiado es la expresión. Pero para esto hay una definición de la belleza, de Sor Juana Inés, que a mí me gusta: la describe como una espiral. Es verdad. Porque como los temas que a uno le obsesionan no son tantos, en efecto, en la medida que pasa el tiempo, y a medida que uno va escribiendo, la espiral se va abriendo, se va abriendo más y más, sin dejar de estar sujeta a los vientos de la época; el mismo asunto, o la misma obsesión, se ve desde otro punto de la espiral. De manera que aparece de una forma diferente, y como aparece así (o sea, de una manera diferente), exige una expresión distinta. Ése es el asunto. —Otra de las cosas que llama la atención, y que me gusta mucho de su poesía, es que habla de un juan, de muchos juanes. ¿Por qué hablar, en tercera persona, de este juan, así, en minúscula? —Porque ese juan somos todos. Neruda decía: la Tierra se llama Juan. —¿El poema como espejo? —Sí, lo es, en cierta medida. Pero, aclaro: es como biografía transformada; no es autobiografía.

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Alguna vez, el poeta argentino Roberto Juarroz apuntó: la poesía os hará libres. A Juan Gelman no lo convencía la sentencia. Se lo pregunté. —¿Cree que es una sentencia verdadera y necesaria hoy, la de Juarroz? —Yo no creo —respondió, enfático—; lo que nos hará libres es la lucha social. Eso nos hará libres. La poesía, y en general todas las artes, enriquecen desde luego al hombre. Es un hecho: vivimos una época donde se quiere castrar la espiritualidad de la gente; en ese sentido, la poesía en particular, y el arte en general, tienen más valor que nunca, pues son expresiones que, lo quiera o no el autor, se dirigen, no por voluntad sino de hecho por existir, a la sociedad… Al final —me dijo Gelman, y remarcó cada palabra—, son manifestaciones de resistencia en un mundo que, además, está más mercantilizado, y donde cada vez más se nos quiere uniformar el espíritu y convertirnos así en tierra fértil para cualquier autoritarismo… —Pero, entonces —le insistí—, ¿qué papel debe de jugar el poeta ante este mundo que no muestra su mejor rostro? —Creo que el poeta no juega ningún papel, en el sentido político. Lo que hace es escribir poesía, como ha sido a lo largo de los siglos. Eso sí: conozco gente a la que la poesía la ha cambiado en el sentido espiritual, que le ha dado más libertad de pensamiento, más riqueza interior, que le ha descubierto caminos en el alma que ignoraba tener… Y en este momento de tanta oscuridad, me parece que esto tiene un valor particular y muy importante. Y sí: en esto tuvo razón Juan Gelman. En una de las charlas que tuvimos, me dijo algo que hasta ahora lo sigo llevando conmigo: “Mire, la poesía es una de las artes más antiguas del mundo, y ni siquiera sé si llamarle arte. No vayamos muy lejos: a través de todos los milenios ha habido catástrofes de todo tipo: guerras, pestes, luchas, pero el hilo de la poesía no se rompió nunca. Habrá poesía hasta el fin de la humanidad, sin duda alguna. Y no sólo por la necesidad de alguien por escribir, sino también por la necesidad de muchos de recibir.”   PD: Ediciones Era tiene en su haber varios libros publicados de Juan Gelman, entre poesía y periodismo: de atrásalante en su porfía; Hoy; Miradas; Mundar; País que fue será; y Valer la pena. El Fondo de Cultura Económica, por su parte, tiene, en dos bellos tomos, la Poesía reunida, que va de sus primeros versos (1949) hasta los escritos en 2010. También está en circulación Amaramara, una obra póstuma que hizo mano a mano con el artista plástico Arturo Rivera, coeditado por La Otra y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México.     Contacto: Correo: [email protected]   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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