En las últimas semanas se ha estado hablando mucho sobre la situación de la economía mexicana. El duro golpe que ha asestado a esta economía una crisis sin precedentes como la que en estos momentos nos acontece, ha dejado al país “noqueado”, sumido en un mar de incertidumbres que, por el momento, están llevando a la presidencia en el país a la más pura improvisación en la gestión pública. Una improvisación manifiesta en una serie de políticas que, como hemos visto en artículos pasados, no reflejan más que la propia impotencia de un gobierno que, sin ser el único, se muestra incapaz de contener la situación como, en base a sus expectativas, se esperaba.

Con una economía que ya se mostraba estancada, tras declaraciones del presidente que provocaron la pérdida de su credibilidad en el análisis económico -dados sus pronósticos para el ejercicio pasado-, la economía mexicana se enfrentaba a un escenario bastante complejo, ya incluso antes de que la pandemia llegase al país. Pues, con un crecimiento que se mostró prácticamente nulo durante el ejercicio pasado, y que llegó a situar los niveles de crecimiento en el 0,2%, levantar la economía mexicana, así como relanzarla, era uno de los objetivos prioritarios del nuevo gobierno.

En este sentido, dicho sea de paso, se aplicó y priorizó una serie de políticas que iban en la buena línea. Políticas que, como el T-MEC o la reducción del gasto público, no estaban tan mal enfocadas para salir del atolladero en el que se vio inmersa la economía tras el mal trago que supuso el no lograr unos objetivos de crecimiento que, como reflejaba el plan presupuestario, se establecían en el 2%.

Y de no ser por el coronavirus, México contaba con grandes apuestas que podían haberle dotado de capacidad para relanzar su economía. En este sentido, grandes apuestas que, como el T-MEC, convertían a México en el principal socio comercial de un país que, como Estados Unidos, se encarga de comprar más del 80% de las exportaciones de un país en el que, como es el caso de México, el sector exterior supedita cerca de un 80% del producto interno bruto (PIB). Tampoco podemos dejarnos las políticas de apertura comercial y liberalización de la economía, siendo su objetivo el de atraer capitales extranjeros que promuevan la economía mexicana.

Esto, con un sistema tributario que, como decía AMLO, no iba a sufrir alteraciones -al alza- en los tipos impositivos, también suponía un claro incentivo para la atracción de una inversión extranjera directa (IED) tan buscada en estos momentos; máxime cuando hablamos de un país que precisa dichos capitales para proyectar sus crecimientos.

Sin embargo, en los últimos meses hemos sido testigos de situaciones que han acabado sembrando el pesimismo entre los ciudadanos en el país. En un momento en el que ni se habían terminado de realizar y ajustar los propios reajustes en las proyecciones para la contracción económica que pretendía experimentar el país por los efectos derivados del Coronavirus, así como de las medidas de distanciamiento social, nuevos pronósticos salen a la tribuna pública, previendo contracciones aún más severas e intensas que las que, a priori, se pronosticaban.

En este sentido, pasando de una contracción que situaba la caída del PIB en 7 puntos porcentuales, a, como se muestra ahora, una caída en el PIB que sitúa el nivel de dicha caída en el 8,4%, condenando a la economía mexicana a una situación que acabaría con más de 8 puntos porcentuales del PIB, debido, nuevamente, a las externalidades negativas derivadas de la situación que en estos momentos acecha al país.

Así, situaciones como la salida de México en el ranking de países con mejor confianza para la inversión extranjera directa; la caída en la producción, así como en la actividad económica; el contagio económico que, ya de por sí, supone el que su mayor socio comercial, en una economía puramente exportadora y muy dependiente, haya sido uno de los países más afectados por la pandemia; el mayor grado de contagios en el país, el cual supera las previsiones que, a priori, tenía el Gobierno previstas; el gran deterioro que ha experimentado el sector privado en el país, destruyendo miles de empleos, así como reduciendo los niveles de ingresos, por un shock de oferta que mantenía a la economía maniatada e incapaz de promover la actividad económica, así como otra serie de situaciones que han acabado lastrando todo el trabajo realizado hasta el momento, son algunas de esas situaciones que han acabado llevando los pronósticos a los niveles que ahora se muestran, y que recogen ese pesimismo citado.

Y es que, pese a que el Gobierno trate de controlar la situación, la naturaleza de esta pandemia requiere de respuestas que, desgraciadamente para México, el país no podrá aportar. Respuestas de carácter fiscal que traten de contener la pérdida de capacidad productiva, al hilo con las políticas que se están aplicando en Europa o Estados Unidos. Y es que, a diferencia de en las economías emergentes, dichas políticas deben ser sufragadas por los distintos países, requiriendo el potencial y la capacidad que caracteriza a las economías desarrolladas y que, por desgracia, deja a otras economías en una situación de mayor vulnerabilidad.

En el caso de México, la situación, al carecer de un colchón fiscal, así como recursos, para aplicar respuestas en solitario -sin contar con la respuesta del FMI-, muestra una mayor dificultad para adoptar decisiones que no vayan por la línea de las ya aplicada; siendo la línea de estas la de no erosionar más un tejido productivo claramente deteriorado. No obstante, entre los países latinoamericanos, la economía mexicana cuenta con una mayor capacidad debido a su situación económica y financiera, por lo que, atendiendo a esto, podríamos hablar de un punto optimista, si la óptica escogida centra el foco en unas finanzas que muestran un nivel de deuda sostenible, así como una situación financiera, dentro de lo que cabe, saneada.

Así, en conclusión, la economía mexicana se encuentra en un claro punto de inflexión. Nadie, incluidos los economistas, pueden afirmar que dicha situación sea inamovible y no pueda experimentar un mayor deterioro. De hecho, tratándose de una respuesta que debe venir por parte del Gobierno, una inacción gubernamental en la aplicación de políticas que traten de contener el deterioro podría provocar que el pronóstico vigente, donde se pronostica una contracción superior al 8% del PIB, no sea más que una trivialidad, en aras de nuevos pronósticos que, para desgracia del país, muestren un escenario más pesimista aún; como el de JP Morgan, que pronostica contracciones que podrían alcanzar el 10% del PIB.

Para ello, es momento de actuar, así como de hacerlo con el rigor y la disciplina necesaria. México necesita una respuesta que debe ir por la línea de recuperar su atractivo para los inversores, así como contener su tejido productivo con el fin de no seguir ensanchando sus desequilibrios. Si México logra contener ambos elementos, la recuperación, así como, incluso, los pronósticos, podrían volver a arrojar un optimismo que, en estos momentos, se muestra inexistente.

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