A lo largo del tiempo, los seres humanos hemos utilizado imágenes e ideas para poder explicar nuestro origen, pero también para justificar nuestro devenir como especie. Así es como nacen las mitologías dentro de las diferentes culturas y eras de las que tenemos consciencia, las que, de ninguna manera pueden definirse como falsedad o mentira, sino como una simplificación simbólica para lo que nos es difícil o imposible de entender. 

Muchos de estos mitos sostienen nuestros sistemas de creencias y por consecuencia dan vida y legitimidad a nuestros sistemas económicos y políticos. En nuestro país, que es una amalgama de mitos y creencias surgida del mestizaje, hay varios mitos y símbolos que permanecen en nuestro inconsciente colectivo y por lo tanto inciden en nuestras decisiones y en la manera en la que nos conceptualizamos como sociedad.

No es el objetivo de este artículo de opinión, ahondar en lo que ya Octavio Paz impecablemente nos mostró en “El laberinto de la soledad”, pero en el ejercicio objetivo de intentar calificar a un sujeto -en este caso a un gobierno-, es imprescindible hablar un poco del objeto donde ejerce su influencia.

En ese sentido, somos un pueblo que cree principalmente que existe un dios creador –mito que nos vino de la religión católica a partir de la conquista española- un rey soberano que gobierna desde lo alto y que creó al hombre a su imagen y semejanza. Este Dios, en algún momento de la historia nos mandó a su hijo “el mesías” para poder redimir con su sacrificio nuestros “pecados”.

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Es así como en nuestro inconsciente colectivo, creemos que una persona que encarne los valores morales a lo que somos “afines”, va a poder resolver nuestras carencias o nuestros pecados colectivos. Es por ello, que a pesar de todo nuestro pasado caudillista no hemos podido encontrar la “salvación” y es por ello también que no la podemos encontrar ahora en este gobierno, autodenominado; cuarta transformación.

No obstante, una verdadera transformación sería no seguir nutriendo los arquetipos que nos han llevado siempre al mismo lugar, a ese difuso espacio que discurre entre el autoritarismo y la anarquía, ese que ha servido como vasija donde se vierte la sangre de tantas y tantos mexicanos en sacrificio a ese dios de la guerra, que en diferentes tiempos, formas y modalidades siempre nos ha exigido de su tributo.

Los resultados de este gobierno, son mediocres, como todos los demás, porque todos se cimientan en el mismo sistema de creencias. La actual administración federal, sigue nutriendo la idea del mesías generoso, salvador de los desprotegidos, que convierte el agua en vino, el que nutre la idea separatista y dual del conflicto entre buenos y malos, que se escuda en la perversa premisa de que quien no piensa como él está en su contra, y que ejerce la ley para los enemigos y la gracia para los amigos.

Nuestro presidente, en su calidad de cristiano evangélico, cree que lo está haciendo bien, como el salvador de la patria, poniendo la otra mejilla todas las mañanas, y haciendo de este acto mesiánico su mayor apuesta de política pública, abusando de la premisa mercadológica de que en política; percepción es realidad.

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El estado laico, no sólo tiene que ver con que las jerarquías religiosas no intervengan en asuntos públicos, sino también implica que ninguno de esos mitos se apodere del ejercicio y la lógica del gobierno, porque los sistemas democráticos, se fundamentan precisamente en ser garantes de la pluralidad a la que representan.

La visión de este gobierno no es arcaica por la edad de sus funcionarios, lo es por lo anacrónico de sus creencias; pensar en el asistencialismo como único mecanismo para generar equidad, aminorar la importancia y el apoyo al sector privado, tener como principal proyecto energético une refinería en pleno siglo XXI y como turístico un tren de diésel, son el reflejo de un proyecto de nación pensado en el siglo pasado, atado al viejo paradigma del mundo como un recurso y no como ecosistema, pasando por alto que nuestra propia existencia física incluye al planeta.

Sin duda, nuestros mitos nos marcan y le dan forma a nuestros rasgos personales primigenios. Es lógico que nuestra democracia no funcione cuando muy dentro de nosotros, interpretamos la realidad como un sistema monárquico donde impera la idea absolutista del poder.

Las mitologías han ido evolucionando con el paso de las eras, y todas han intentado ser útiles para explicar nuestra propia cosmogonía. Pero ahora, requerimos una manera distinta de entender nuestro papel en este país y en el mundo, sin depender de los mitos y más conscientes de nuestra pertenencia a él, un sistema de creencias en donde nos sintamos parte del problema y a su vez de la solución, donde entendamos que todos y todo somos uno.

“No vinimos a este mundo, nacimos de él”

Alan Wilson Watts.

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Jorge Iván Domínguez es maestro en políticas públicas por la Universidad Panamericana, actualmente se desempeña como consultor político y ha ocupado cargos directivos en el sector público, la iniciativa privada y en los medios de comunicación.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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