En un episodio reciente de mi serie de vídeos «Garry on Lockdown», conversé sobre el auge de la «cultura de la cancelación» con el autor y crítico Thomas Chatterton Williams. Para empezar, debo señalar que no encuentro útil el término «cultura de la cancelación», ya que a menudo se usa de mala fe y tiene significados distintos para diferentes personas. Pero para servir a mis propósitos, lo utilizaré para referirme a la tendencia de buscar represalias públicas contra aquellos cuyas declaraciones ofenden sensibilidades ideológicas o de otro tipo.

Nuestros caminos virtuales se cruzaron por primera vez a principios de este año, cuando me invitaron a firmar una carta abierta «Sobre la justicia y el debate abierto», publicado en Harper’s Magazine, de la que Williams era coautor. En aquel momento, me resultó sencillo tomar la decisión de firmar. ¿Quién no querría declararse en contra del terrible efecto contra la libertad de expresión que se produce cuando las personas temen por su trabajo y su reputación al hablar sobre ciertos temas, cuando los grupos ideológicos forman turbas en línea para condenar a los impuros por sus opiniones?

No se trata de una simple cuestión de desacuerdo, de refutar afirmaciones incorrectas o de censurar declaraciones ofensivas, sino de la naturaleza y del efecto deseado de la respuesta. Esta distinción la realizó con bastante acierto el mes pasado Jonathan Rauch en el sitio web «Persuasion». Lo resumió de este modo: «La crítica reúne pruebas y argumentos para persuadir de una forma racional. La cancelación, por el contrario, busca organizar y manipular el entorno social o mediático con el fin de aislar, derribar o intimidar a los opositores ideológicos».

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Ahora, después de meses de controversia incendiaria sobre la carta, y aún más sobre los firmantes, estoy aún más seguro de que hice lo correcto al firmar, y de que el problema que describe la carta no solo es muy real, sino que es aún peor de lo que afirmaban sus autores. El modo principal de respuesta fue justo aquel del que advertía la carta: atacar a los firmantes de la carta, no a las ideas expuestas en ella, lo que, de nuevo, parecían bastante inocuos y obvios.

Los intelectuales y autores famosos que la firmaron fueron atacados en línea, y se apeló a sus instituciones y editores para que les castigaran. Curiosamente, muchos acusaron a los escritores y signatarios de la carta de tratar de defenderse de las críticas para defender sus posiciones frente a la nueva ola de justicia social e igualdad que sustituiría las viejas voces por otras nuevas. ¡Pero la mayoría de los firmantes, incluido yo mismo, somos justo el tipo de personas que no tienen mucho por lo que preocuparse! Somos conocidos y disponemos de grandes plataformas y de seguridad, por lo que no nos preocupa demasiado perder nuestros trabajos o arriesgar nuestro estatus como contribuyentes o solicitantes de empleo.

Más bien al contrario, pensé que uno de los principales motivos para firmar la carta era utilizar mi estatus para ayudar a otros a hablar en defensa de la libertad de todos para compartir ideas sin temor a represalias. La libertad de expresión no consiste solo en decir lo que uno quiera, también importa lo que suceda después. Como expuse en el vídeo, un viejo chiste de la URSS decía que tanto en los Estados Unidos como en la URSS había libertad de expresión, pero solo en los Estados Unidos había libertad después de expresarse.

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Esa es otra diferencia importante: no se trata del aplastamiento de la libertad de expresión con el que crecí en la Unión Soviética, o los métodos dictatoriales de desinformación y control estatal de los regímenes autoritarios modernos de hoy. Está impulsado por la gente, empoderada por la ira justa y la tecnología en un ambiente de hiperpartidismo y extremismo ideológico. No es censura, un término y una práctica con los que estoy muy familiarizado, pero es terrible para el libre intercambio de ideas y para la democracia y la prosperidad, que dependen de este.

Williams habló sobre el «efecto espectador», que se produce cuando la gente ve que alguien que ha realizado una declaración posiblemente ofensiva es atacado y se autocensura por miedo. ¿Cómo se pueden refutar las malas ideas en tal entorno? ¿Cómo podemos lograr una sociedad más justa mediante la intolerancia? Como dijo Williams, necesitamos «la máxima libertad para ofender», no mantenerlo todo tapado hasta que hierva o explote en nuestras caras.

El Sr. Williams se apresuró a señalar el papel que ha desempeñado la tecnología en esta tendencia, algo que he comentado a menudo aquí, en mi columna del blog de Avast. La capacidad de reunir una gran cantidad de pequeños megáfonos en las redes sociales para conseguir una transmisión masiva e influyente aún es nueva. El hecho de que cualquiera pueda responder instantáneamente, supervisar cada palabra y cada acción de los demás con la cámara de su teléfono tiene como resultado un estado de vigilancia al margen del Estado.

«Estamos inmersos en un experimento masivo sin precedentes», como expresó Williams acertadamente. Estamos inventando las reglas sobre la marcha, con empresas tecnológicas posicionadas entre la regulación gubernamental y el salvaje Oeste de las multitudes de las redes sociales. No queremos que Google, Facebook y Twitter decidan quién puede decir qué; esto es algo que debemos rechazar.

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Esta fue la importante conclusión de mi invitado, quien enfatizó que es vital que la gente se pronuncie en defensa de aquellos que han sido blanco de represalias injustas, y no permanecer en silencio. Una corriente pública que defienda el derecho a decir lo que se piensa podría disuadir al rector de una universidad acosado con llamadas para despedir a alguien por decir algo ofensivo o pasado de moda.

Esto no implica necesariamente defender esas opiniones, que pueden ir en contra de las propias o incluso ser realmente ofensivas. Este es el principio, que pierde todo su significado si no se aplica con ecuanimidad. Como escribió George Orwell en el prefacio inédito de Rebelión en la granja: «Si la libertad tiene algún significado, este es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere escuchar».

*Por Garry Kaspárov, embajador de seguridad de la compañía Avast

En 1985, se convirtió en el campeón de ajedrez más joven de la historia, y fue el mejor ajedrecista del mundo durante 20 años. Descubrió el potencial de la inteligencia artificial durante sus famosas partidas contra la supercomputadora Deep Blue, popularizando el ajedrez y la inteligencia artificial como nunca antes. Es considerado una de las mentes más brillantes de los últimos años. Para algunos, un genio.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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