Hace unos días, millones de personas observamos atónitos cómo una numerosa turba invadía violentamente el edificio del Capitolio, en Washington D.C., intentando interrumpir el proceso formal de reconocimiento de los resultados de la elección presidencial de Estados Unidos, celebrada en noviembre pasado.

Las escenas dieron rápidamente la vuelta al mundo por lo inédito del caso. Primero, porque dichas instalaciones solo habían sido previamente vulneradas por los ingleses en 1814. Nunca en la historia de dicho país se había perpetrado ahí un ataque proveniente de grupos inconformes de sus propios ciudadanos.

Segundo, porque el movimiento en pro del desconocimiento de resultados que dio lugar a estos hechos violentos era encabezado, o al menos prohijado, nada menos que por el propio presidente, quien incluso desde meses antes de los comicios fue sembrando dudas sobre la legitimidad de los mismos.

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Tercero, porque todo esto tenía lugar en una nación que se precia a sí misma como la principal defensora de la democracia en el mundo, a partir de la propia, sustentada en leyes, procesos e instituciones de la mayor solidez.  Y sí, al final fueron dichas entidades las que permitieron, la misma noche de los hechos y la madrugada del día siguiente, dar continuidad al proceso de certificación y reconocimiento oficial de resultados, así como a la toma de protesta del nuevo presidente.

Esta, a mi parecer, es una de las principales lecciones que dejan los sucesos del pasado seis de enero en Estados Unidos. Las leyes e instituciones son importantes en la medida en que, más allá de las creencias e intenciones de autoridades o ciudadanos, dan certeza y aseguran la continuidad de los procesos, con la legitimidad que corresponde.

Minarlas o desacreditarlas va en demérito del marco de convivencia establecido y conduce al caos. De considerarse injusto o desactualizado, es necesario seguir los procesos correspondientes para modificarlo, abriendo la discusión al diálogo de las diferentes partes para llegar a acuerdos.

Es justamente en este punto, en la capacidad de diálogo entre las partes, en el que creo está la segunda de las lecciones que podemos aprender sobre ese funesto día, que llegó al extremo de provocar la muy lamentable muerte de cinco personas.

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El contraste de ideas e incluso la exageración de las diferencias puede parecer útil para avivar a los electores en tiempos de campaña, pero es sumamente peligroso en un entorno social en el que, cada vez más, solo escuchamos a quienes piensan como nosotros, invalidando de entrada a quienes no lo hacen.

La tan mencionada polarización social ha dado lugar a narrativas paralelas que, por consiguiente, jamás logran un punto de encuentro: blanco o negro, bueno o malo, conmigo o contra mí. Las posibilidades de diálogo y, aún más, de acuerdo, quedan canceladas si, de entrada, ni siquiera reconozco al interlocutor, ya ni se diga considerar necesario escuchar sus argumentos.

Mucho se ha hablado ya de cómo los medios de comunicación y, sobre todo, las redes sociales refuerzan la existencia de estos mundos separados en los que solo cohabito con quienes piensan como yo, validando mis ideas y desapareciendo de mi vista todo aquello que podría llevarme a siquiera tratar de entender a quienes piensan diferente.

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Por cómodo que nos resulte, los riesgos sociales que esto conlleva son altísimos, no solo por la posibilidad de eventos violentos, como vimos en Estados Unidos, sino también porque politiza incluso la lectura de hechos y datos, así como la consecuente aplicación de medidas eficientes para responder a estos, como hemos observado en aquel país y en el nuestro frente a la pandemia.

Si en momentos críticos como el que enfrentamos ahora, cuyo manejo debería regirse por nociones científicas, seguimos dividiéndonos y alineándonos con la opinión de aquellos que nos son afines, ¿cómo podremos entonces enfrentar efectivamente los problemas? ¿Cómo, de entrada, llegar a controlar esta pandemia?  ¿Cómo sumar esfuerzos para la recuperación con personas a quienes ni siquiera logramos ver, cuyas posturas no logramos escuchar? 

Hablar es una necesidad. Escuchar es un arte, reza una frase atribuida a Goethe. Hoy más que nunca debemos reconocer en el otro dicha necesidad (y derecho), cultivando en nosotros este arte, sabiendo que es en beneficio de toda la sociedad.

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LinkedIn: Nora Méndez

*La autora es Directora de Fundación Aliat – Aliat Universidades.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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