Desde un punto de vista estrictamente racional o lo que es lo mismo tras un pensamiento analítico fruto de una pausada y meditada reflexión, todos somos conscientes que el contar con unos adecuados niveles de ahorro con los que afrontar situaciones imprevistas es algo conveniente y positivo en nuestras vidas. Sin embargo, a la hora de implementar una rutinaria estrategia de ahorro, nos encontramos que en numerosas ocasiones somos nosotros mismos los que nos cuestionamos la propia necesidad del ahorro.

Pensamientos tales como que hay que disfrutar de la vida al máximo en todo momento, ya que, al fin y al cabo, sólo se vive una vez y es posible que mañana pueda morir por un accidente o una enfermedad repentina, cuestionan la necesidad misma del ahorro. Otras veces, puedo pensar que simplemente no puedo ahorrar porque mis ingresos son muy bajos y que ya ahorraré cuando gane más dinero. Sin embargo, a poco que observe otras conductas, puedo darme cuenta que en realidad me estoy engañando a mi mismo, ya que lo habitual es que muchos de mis familiares y amigos que cuentan con mayores ingresos tampoco ahorren. Igualmente es posible que suceda que aunque mi pretendida intención sea la de ahorrar, sin embargo, termine el mes y después de pagar todas las facturas la realidad me muestre que no he sido capaz de ahorrar realmente nada.

Nuestro cerebro está orientado a satisfacer nuestras necesidades más inmediatas y esto es algo que las neurofinanzas llevan estudiando mucho tiempo. Por tanto, nuestra cabeza siempre será más proclive de forma “natural” a preferir el presente al futuro y, por eso, como el ahorro supone sacrificar un deseo presente por un bienestar futuro nos cuesta, a priori, mucho más ahorrar o ver el beneficio que el ahorro nos proporciona en el largo plazo.

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Nuestra forma de vida actual nos ha instalado aún más en la cultura del cortoplacismo a la que nos aboca nuestro cerebro. A lo largo de nuestra vida vemos como en numerosas ocasiones somos impulsivos y queremos gastar el dinero de inmediato. Un dinero que a lo mejor estaba destinado a pagar otras cosas más necesarias o que simplemente no tenemos y hemos conseguido a crédito.  En este punto, la masiva campaña publicitaria que nos rodea nos empuja a base de fuertes estímulos a consumir y a gastar en cosas que muchas veces no necesitamos.

Alguna vez he hecho el ejercicio de anotar en un papel todas las cosas que he comprado a lo largo de un semestre y he analizado, una tarde de domingo de forma pausada y reflexiva, cuáles de esas cosas eran realmente necesarias y cuáles no. El resultado siempre ha sido el mismo, muchas de las cosas adquiridas simplemente se debieron a un impulso no meditado y me proporcionaron un nivel de satisfacción muy escaso, nulo o incluso de pesar por haber adquirido algo que no he usado y que incluso me resulta un estorbo.

Para muchas personas el ir de compras funciona como un antidepresivo natural o al menos eso es lo que nuestro cerebro nos hace creer. Mientras se está gastando compulsivamente o simplemente derrochamos el dinero en fiestas o en diversión no pensamos en nuestros problemas cotidianos. Todo parece ir bien en el corto plazo. Sin embargo, tras la borrachera de gasto llega el inevitable sentimiento de culpa al pensar que no vamos a poder afrontar todas las deudas que hemos adquirido o que no vamos a poder pagar todos nuestros recibos. El gasto desmedido nos ha proporcionado una aparente solución a corto plazo pero nos generará mayores niveles de ansiedad en el medio y largo plazo.

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El ahorro proporciona ante todo tranquilidad, ya que nos permite afrontar imprevistos no planificados o nos posibilita adquirir bienes necesarios de elevado coste.  Sin embargo, muchas veces sólo ahorramos por miedo. Si pensamos, por ejemplo, que es altamente probable que nos despidan de nuestro trabajo en unos meses, entonces intentaremos ahorrar lo más posible para tener algo de dinero con el que afrontar esos primeros meses tras el despido. Por el contrario, si no tenemos miedo ante posibles futuras dificultades tenderemos a pensar que el ahorro no es necesario o en el mejor de los casos postergaremos la idea de comenzar a ahorrar a un futuro más o menos cercano.

¿Quién se podía imaginar hace un par de años que vendría una pandemia como la que sufrimos en la actualidad? Si lo hubiéramos sabido seguro que habríamos ahorrado mucho más, pero siempre tendemos a pensar que este tipo de sucesos son altamente improbables y que si suceden a nosotros no nos van a afectar. Esta forma de pensar es mucho más acentuada cuanto más jóvenes somos. El tiempo y la experiencia nos enseñan, muchas veces a golpes, que a lo largo de la vida se suceden buenos periodos con otros no tan exitosos.  

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Ahorrar no debe ser algo puntual, sino que tiene que ser un hábito que forme parte de nuestra conducta. El ahorro debe partir de una reflexión pausada que defina que es lo que nos gustaría ser y como nos gustaría vivir. En ese proyecto de vida que hemos definido el ahorro nos servirá para conseguir nuestros objetivos vitales de largo plazo.

Decía el filósofo griego Platón: “El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio”. Lo que quiere decir Platón con esta frase un tanto rebuscada es que la plenitud personal se basa en el equilibrio. Un equilibrio que en el caso aquí tratado debe ser entre el gasto necesario para satisfacer nuestros deseos y el inexcusable del ahorro.

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