Tres años. El sabor quizá es agridulce para el presidente Andrés Manuel López Obrador. Hace tres diciembres, en San Lázaro, todo parecía propicio para la nueva administración. 

Los astros se alineaban en su favor y los vientos parecían propicios para la llegada al puerto elegido. 

Lo copioso de la votación en su favor, le dotó de una amplia capacidad de maniobra que, aunada a la legitimidad democrática de su mandato, hacían posible casi cualquier cosa. 

Así fue en los primeros dos años, cuando la oposición se encontraba todavía rumiando las consecuencias del mazazo que recibieron en las urnas y que prácticamente los dejó noqueados por un tiempo. 

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Los integrantes de los poderes constitucionales, el legislativo y el judicial también jugaron sus cartas, los primeros con una sumisión absoluta y los segundos tratando de ganar tiempo en aguas que ya se notaban embravecidas. 

En parte por eso todas las iniciativas relevantes que propuso el titular del Ejecutivo, como las de la austeridad o Guardia Nacional, por señalar dos de las más relevantes, fueron apoyadas por también por los opositores.

En el ámbito judicial un ministro de la Suprema Corte fue orillado a renunciar y en el Tribunal Electoral se desató una mecánica de confrontación para tratar de aislar a los magistrados independientes. Ambas estrategias al final fracasaron, pero no sin un enorme desgaste. 

En la actualidad, en el Pleno de la Corte y en la Sala Superior del Tribunal las aguas volvieron a su cause y la vida institucional colegiada encontró la ruta para no seguirdebilitándose. 

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El presidente López Obrador optó por una lógica de confrontación con los medios de comunicación y los intelectuales. Los vio con desconfianza desde el principio y no advirtió que muchos de ellos lo habían apoyado a la largo de los años, contribuyendo a su victoria. 

Siempre quedará la incógnita de cómo sería el presente si el llamado presidencial se hubiera centrado en la unidad, en la búsqueda de los acuerdos y no en la exacerbación de las diferencias. 

Aunado a ello no hay que perder de vista dos crisis simultaneas que no parecen tener fin a la vista y que marcarán la memoria de estos años: la de salud propiciada por la Pandemia del Covid-19 y la de la inseguridad. 

En ambos aspectos las críticas son severas y no hay modo de prever en qué fase de la descomposición nos encontramos. 

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Esto no quiere decir, ni mucho menos, que el proyecto de la 4T esté agotado o contra las cuerdas, es más, el año entrante hay elecciones en seis estados y en cinco de ellos lo más probable es que gane Morena. 

Lo distinto radica en que ya se van marcando límites, en que hay fronteras que ya no se podrán rebasar. 

Este 1 de diciembre, en que el jefe del ejecutivo llenará la plancha del Zócalo para celebrar con los suyos. Apelará al apoyo popular para tratar de lograr las dos piezas que por ahora le faltan en el entramado constitucional que se propuso: la reforma eléctrica y la política.

Es complejo que logre los apoyos necesarios para el cambio en el sector eléctrico y más lo es en la trasformación que pretende para el INE y el Tribunal Electoral, donde no hay una iniciativa formal, pero hay indicios muy claros de lo que se anhela. 

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