En un intento por lograr el posicionamiento global los treintaitrés países integrantes de la región latinoamericana se reunieron en 2010 para crear un contrapeso tardío al sistema heredado de la Guerra Fría, perpetuado en la región por la OEA.

Paradójicamente la CELAC reúne desde entonces la intención de incluir a los estados latinoamericanos y caribeños, para contrarrestar el peso de las decisiones de los Estados Unidos a través de la OEA, sobre todo en aquellos que, por cuestiones de política exterior, no de asuntos internacionales se han establecido medidas de restricción al comercio, las inversiones y el intercambio económico.

Desde su fundación han sido mínimos los avances y las aportaciones hechas al sistema internacional desde el organismo, que, bajo una postura realista de los asuntos internacionales, busca mantener el grupismo que más que una ayuda es una obstrucción para los procesos democráticos al interior de los países.

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La eterna obsesión de los líderes populistas latinoamericanos por mantener un grupo, un frente común que desafíe a la política exterior intervencionista del ya extinto hegemón estadounidense no solamente es caduco y trasnochado, es irrelevante en el nuevo contexto internacional.

En el mundo del siglo XXI, el grupismo tiende a desaparecer pues los países del mundo (al menos los más avanzados) buscan promover las agendas nacionales por encima de las regionales, sobre todo con panoramas tan desoladores como los de las migraciones masivas, la pandemia y la permanencia de las crisis económicas como condición recurrente en el panorama global.

La irrelevancia de un posicionamiento regional como el de la CELAC en este 2021 se acompaña del desafío que representa el intento de validación de regímenes antidemocráticos, contrarios al respeto a los derechos humanos y carentes de aprobación, gobernanza y gobernabilidad.

La CELAC es un organismo que ha llegado muy tarde al orden internacional y que actúa sin la congruencia que puede brindar la coincidencia de los ejes de política exterior de los países miembro.

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Con una óptica realista, el intento de posicionar desde México una agenda impulsada por Venezuela como una invasión bolivariana a el área de influencia estadounidense, no sólo es absurda y fuera de lugar, es por demás irreal y poco alcanzable en virtud de la absoluta obediencia que ha mostrado el actual gobierno de México en lo que toca a la política migratoria y la contención de los flujos poblacionales hacia los Estados Unidos. La presencia en México de dictadores latinoamericanos es uno de los muchos caprichos cumplidos al presidente López Obrador que ha generado un daño casi irreversible al papel de México como actor internacional con responsabilidad global.

El resultado de la Cumbre es un verdadero ejemplo de disonancia cognitiva, en el que múltiples actores (unos congruentes y cuerdos y otros obsesionados y enloquecidos por las mieles del poder) no buscan lo mismo, no requieren lo mismo y no pueden aportar lo mismo.

Está claro que, si la CELAC hubiera sido creada en los 60, los 70 o los años 80, uno de los principales temas que han aquejado a Latinoamérica y el Caribe hubiera sido materia necesaria de discusión y atención: la eliminación de los regímenes dictatoriales que han mermado el desarrollo de los países de la región. Sin embargo, hoy, de manera absurda los temas humanitarios como la creciente pobreza, la escasez de recursos, la falta de democracia y la crisis sanitaria que aqueja a la región no han tomado relevancia en un grupo que está destinado a desaparecer o a convertirse en otro elefante blanco que sirve de validación a quienes siguen anclados en el pasado y no se han dado cuenta de que el verdadero poder está en la población y no en la silla presidencial.

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