La definición de un experto es bastante peculiar y tiene un arco de amplio espectro. Un plomero cae en esta clasificación y un médico nefrólogo también. En forma sencilla, podemos decir que un experto es una persona que puede hacer algo complicado en forma sencilla. De hecho, son tantos los ejemplos que se nos vienen a la mente en los que sentíamos que se nos venía el mundo encima y creíamos que teníamos un problema más pesado que la loza del Pípila y llegó alguien que con una vuelta de tuerca solucionó nuestro padecer. Pues, eso es un experto.

Se trata de peritos que cuentan con la fabulosa competencia de la claridad, pueden ver con objetividad lo que tienen frente a sus ojos. Son personas que dada su preparación son capaces de ver oportunidades y aprovecharlas. Esa es su fortaleza y también son quienes pueden avizorar una amenaza con anticipación. Son magníficos mentores y espléndidos consejeros Evidentemente, los expertos gozan de una posición de privilegio que su práctica les concede. Su trabajo consiste en estar ahí y servir como vigías. No es un trabajo gratuito, nunca debiera serlo, dada la relevancia que reviste su figura. Sin embargo, sus emolumentos no deben comprometer su opinión y su capacidad para expresarla. 

Este grupo selecto tiene un valor que es apreciado: su punto de vista. Tienen una mirada honda que traspasa la superficialidad, deja de lado la frivolidad, trasciende lo superfluo y es capaz de entender. Justamente, ese entendimiento los convierte en una joya. Son los lazarillos que sirven para acompañar y guiar a quienes necesita su consejo. Son valientes que no se acobardan frente a puntos de vista divergentes, al contrario, están preparados para exponer su punto de vista y listos para entender a los que opinan diferente. No se amedrentan frente a las falsas posiciones ni sucumben a la tentación de darle por su lado a nadie con tal de quitarse un problema de encima y si es preciso, rectifican el rumbo basados en la evidencia y la razón. 

Claro, los privilegios traen consigo responsabilidades. La cercanía que tienen con las personas que toman decisiones —políticos, empresarios, emprendedores— pone sobre sus hombros un compromiso con la integridad. El privilegio que les da dominar su oficio o su profesión los pone en el papel de defender lo que es correcto, desde su leal saber y entender. Por lo tanto, se hacen un flaco favor cuando, en vez de dar su opinión fidedigna y sustentada, se dedican a lambisconear y limpiar botas para no perder privilegios.

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El abandono de los principios es perfidia. La traición de los expertos es un golpe duro para la sociedad y una ingratitud para aquellos que los consultan. Su voz es importante porque pueden dar una opinión objetiva e independiente que impida errores, que anticipe y prevenga catástrofes o que aminore impactos negativos en situaciones específicas. Es cierto, si sus aconsejados tienen orejas de pescado, si sólo están dispuestos a dejarse untar miel en las orejas, el papel de un experto se convierte en un dilema ético. Cuando ya no quieren escucharlo, lo mejor, lo digno es tomar distancia y si eso no es posible, dejar que el silencio llene el vacío.

Lo que no se puede es traicionar la postura frente al pensamiento libre, frente a la crítica sustentada. Un líder inteligente sabrá apreciar las diferencias de opinión y comprenderá en qué momento su experto está aconsejando algo que le sea conveniente. Pero, uno que únicamente quiera oír las palabras que de antemano tiene en mente, se pone en el peligroso riesgo de causar daños irreparables. Por ejemplo, un experto que no es capaz de dar su opinión profesional y con ello propicia muertes y enfermedad, está cometiendo un acto de alta traición a su gente, a su profesión y a sí mismo. Pierde prestigio y pierde perspectiva, valores que constituyen la riqueza de un mentor, un consejero.

Algunos expertos piensan que es cuestión de lealtad decirle al jefe lo que quiere escuchar. Se equivocan. Extravían en camino aquellos que encima de no advertir los peligros y los riesgos que detectó con anticipación, opinan al contrario de lo que les dicta la conciencia y su experiencia. Dice Noam Chomsky que la responsabilidad de los expertos, especialmente si están cerca de personajes que detentan poder y de quienes a partir de sus decisiones pueden afectar —positiva o negativamente— la vida de las personas es elegir entre ser responsables o ser salvajes.

Las palabras son duras y ciertas. Todos tenemos opciones y quienes tienen el privilegio de ser expertos pueden ver estas alternativas con mayor claridad. Siempre se puede dar un buen consejo o agachar las orejas y hacer lo que te dicen. Por un lado, se conquista la libertad y se gana dignidad; por el otro, se pierde el decoro y se vive con la cola entre las patas y la cabeza gacha.

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No, no hay medias tintas. El papel de los expertos trae consigo una obligación con el honor, con la verdad y con la conciencia. Para algo tienen la capacidad de ver con claridad justo lo que tienen frente a su nariz.  La figura de los expertos que actúan como mentores está tomando mucha relevancia en la actualidad, aunque no es una novedad. Desde siempre, un buen consejero, leal, interesado, confiable y, sobre todo, experimentado, son algunas de las características de un buen mentor. Su papel es relevante ya que se involucra en el mejor desempeño y crecimiento de su aconsejado. 

Por supuesto, contar en nuestras filas con una persona que posee estas características es tener un tesoro. No obstante, hay que saber aprovecharlo. Elegir a un mentor—a un experto que brinde consejo— es difícil, porque además de la experiencia, hace falta valor para asesorar. Hoy en día nadie se deja corregir y pocos se atreven a hacerlo. La parte fácil es cuando todos siguen el mismo flujo, pero cuando te toca ir contracorriente y expresar con transparencia las razones que llevan a opinar en forma divergente, la situación cambia de tonalidades y se complica.

Pero, ese es el papel que queremos y necesitamos que jueguen los expertos. Por esa razón, estamos dispuestos a meter la mano a la cartera o forjar una partida presupuestal con esa intención. El dinero que se invierte en un experto siempre trae buenos resultados: ahorra, genera productividad, evita gastos innecesarios, compra tranquilidad, reduce la curva de aprendizaje, quita presiones y angustias. Si vamos a contratar a uno, hay que elegir entre los buenos a la mejor. Siempre. Regatear es mala idea. Aplica la sentencia de las abuelas: el que paga barato, paga a cada rato.  

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Para forjar una relación virtuosa entre el experto y su asesorado hace falta compromiso y es necesario que ambos sean valerosos. No cabe la cobardía. Hay que atreverse a decir lo que sea necesario en el momento preciso y hay que tener la valentía para escuchar que no siempre tenemos la razón. Sin embargo, es justo eso lo que se espera del papel de un experto.

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