Después de haber sobrevivido a dos dictaduras muy distintas, oír a estadounidenses y europeos debatir sobre la libertad de expresión siempre me resulta un poco llamativo. Discuten sobre sutilezas del derecho y conceptos irrelevantes para la mitad de la población mundial que aún vive en regímenes autoritarios donde el discurso lo controlan los dirigentes.

No significa que estos debates no sean importantes, o incluso vitales, en el mundo libre, sino que es necesario poner las cosas en contexto y apreciar el lujo de ser capaz de decir lo que uno quiera sin miedo a las represalias del Gobierno, y esto se cumple en la mayoría de los casos. También es una advertencia: hay que tener cuidado con lo que se pide. Si los ciudadanos piden un mayor control de la libertad de expresión por parte del Gobierno o más recursos jurídicos para limitarla o socavarla, pueden terminar ocurriendo cosas que no queremos o esperamos que sucedan.

Uno de los axiomas de todos los Gobiernos es que el poder otorgado rara vez se devuelve y nunca sin una lucha de por medio. La gente siempre se olvida de esto cuando los políticos de turno son los de su partido y hacen cosas con las que están de acuerdo. Si no hay supervisión ni límites para los dirigentes que nos gustan, esos controles tampoco estarán allí para los políticos que no nos agradan.

Por ejemplo, el cambio de administración en Estados Unidos, de Trump a Biden, constituye un giro relativamente radical en cuanto a las políticas y la retórica. Biden se lanzó de inmediato a anular docenas de medidas que Trump había adoptado, muchas de las cuales revocaban, a su vez, políticas de Obama. Parece muy normal, pero estos «decretos ley», como se denominan, no son leyes propiamente dichas que el Congreso autorice, sino disposiciones que el presidente siguiente puede volver a anular en cuanto toma posesión del cargo, cosa que ocurre a menudo.

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Este violento vaivén que se da sin las negociaciones y los consensos necesarios en el ámbito legislativo suele acarrear una reacción desmesurada y consecuencias imprevistas, aun cuando las intenciones sean las mejores. El debate parlamentario puede llegar a ser tremendamente lento, pero esta es también una de sus virtudes. Como suele decirse, en los comités nacen pocas ideas buenas, pero muchas ideas malas mueren en ellos.

Las fuerzas públicas y privadas definen las normas en las democracias

Retomando el concepto de la libertad de expresión, conceder mucho poder al Gobierno, especialmente a la función ejecutiva, es peligroso. Debemos combatir la desinformación y las informaciones falsas, pero definir estos términos ya requiere un cuidado inmenso, así que implantar medidas para supervisarlos y regularlos es mucho más complejo. Si crees que la libertad de expresión debería ser absoluta, tal vez no recuerdas lo malo que solía ser el spam o cómo eran las redes sociales cuando las empresas dueñas de estas no moderaban ni filtraban los contenidos.

En lugar de esperar que el Estado lo determine todo, la mayoría de los sistemas del mundo democrático recurren a una combinación de fuerzas e intereses públicos y privados que se enzarzan en un tira y afloja. El cimiento de este sistema de elementos contrapuestos lo forman las personas, que forman parte de ambos equipos al mismo tiempo. Son votantes y electores, al menos en una democracia. Quieren que los representantes y los dirigentes sirvan a sus intereses, que, esperamos, sean además para el bien común.

Las personas también son consumidores, clientes, empleados y propietarios de negocios. En este aspecto, quieren disponer de unos servicios que sean mejores y más baratos, rápidos y fáciles de usar. Esto crea un triángulo de poder que no para de cambiar con las nuevas tecnologías, tendencias y leyes que moldean nuestra sociedad. Las redes sociales han cambiado todo porque son una vía de doble sentido donde todo el mundo se convierte en «editorial» con alcance mundial. Sin embargo, las leyes de publicación no se pueden aplicar a todas las personas, y de ahí emerge el debate sobre la responsabilidad.

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«La incitación a la violencia no puede defenderse»

Veamos el caso que mayor repercusión ha tenido en la historia de la libertad de expresión dentro de la esfera privada. Un caso de moderación y veto o deplatforming. Cuando Twitter bloqueó y, más adelante, eliminó permanentemente la cuenta de Donald Trump siendo aún presidente de Estados Unidos, fue como lanzar una bomba. Todo el mundo tenía una opinión muy clara sobre si era lo correcto e incluso sobre si era legal (que lo era, sin duda). Mi opinión es que la incitación a la violencia no se puede defender, así que el veto estaba justificado, pero el quid de la cuestión es que Twitter es una empresa privada y, como tal, tiene derecho a actuar en función de sus intereses y los de sus clientes. ¿Y quién define esos intereses? Pues Twitter. Así funcionan los sistemas privados.

Paradójicamente, muchos defensores de Trump compararon la eliminación de su cuenta por parte de Twitter con la «China comunista» o la Unión Soviética. ¡Pero es que es exactamente al contrario! En los regímenes autoritarios, el Gobierno es quien se encarga de cerrar cuentas o hasta empresas que son molestas para el Estado. Que una empresa privada desactivara la cuenta de un funcionario público sería impensable en una dictadura. Se podría argumentar que las empresas dueñas de las redes sociales tienen demasiado poder y que es necesario regularlas más, pero no lo llamemos tiranía si no queremos hacer el ridículo.

La canciller alemana Angela Merkel consideró la decisión «problemática», una declaración en la que los defensores de Trump se apoyaron enseguida. Pero la solución que ella propuso, más común en Europa, no les agradaría: el poder para imponer normativas estrictas al discurso en las manos de los dirigentes políticos. Algunas de las declaraciones realizadas por Trump y sus partidarios podrían calificarse como incitación al odio en Alemania y en otros países, lo cual conllevaría un veto mucho más fuerte que el de Twitter.

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En cambio, en Estados Unidos, Trump tiene carta blanca para publicar mentiras sobre las elecciones en otros canales, aunque existen otros riesgos. Después de que muchos republicanos y simpatizantes profirieran acusaciones falsas de fraude electoral afirmando que las máquinas de voto se habían pirateado o manipulado, las empresas fabricantes de estos dispositivos amenazaron con demandar a cualquier persona o medio de comunicación que propagara estas ideas.

Como por arte de magia, el tema quedó casi zanjado y hasta se retractaron, pues sabían que no podían aportar pruebas tras haber difamado el producto de la empresa y su integridad, que además no es discurso protegido. Los litigios y la moderación privada son soluciones muy estadounidenses, pero todo forma parte de un inestable triángulo.

Por último, es importante destacar que no existe un equilibrio perfecto en el que todos estemos igual de felices o infelices. Las leyes evolucionan de la mano de la tecnología, de forma impredecible y sin seguir un camino trazado. Puede resultar frustrante, pero, en general, mientras mantengamos la calma, iremos por buen camino. Para la mayoría de nosotros, los clientes, votantes o ciudadanos, eso quiere decir involucrarse, informarse y hacer saber a las empresas y los políticos que no nos pueden ignorar.

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Garry Kasparov, maestro del ajedrez, presidente de la Fundación de Derechos Humanos en Nueva York y embajador de la seguridad de Avast*

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