Uno de los conflictos que eran previsibles en la actual administración del presidente López Obrador, es aquel que se daría con las entidades del país, ante la perspectiva no únicamente centralizadora del ejecutivo, sino también por la diversidad de alianzas y afinidades de los gobiernos estatales en el país, lo que se presentaba como una oportunidad para debilitarles como posible contrapeso al poder presidencial.

El federalismo mexicano siempre ha tenido tufos centralistas, no únicamente como parte de su construcción y consolidación política, sino por la misma relación de complejidad que en cada entidad se da en contra de los municipios. Diversos acuerdos han dado funcionalidad a una estructura que se trasladó desde el modelo norteamericano en el siglo XIX, para resolver diversos problemas, entre ellos el de la unión y cohesión de territorios que habían tenido espacios de autonomía y también de sujeción con respecto a la estructura virreinal. 

Ante dicha configuración, que no nació desde “abajo” como en el caso norteamericano, hubo diversos acuerdos que le dieron sentido a lo largo del tiempo, entre los órdenes federal y estatal, donde se estableció una relación jerárquica que, si bien no está en el espíritu del federalismo, si estaba en el de las personas que la administraban, por eso hoy muchas y muchos presidentes municipales y gobernadores creen que tienen una jerarquía inferior a la del presidente de la República, y así pasa igual con los gobernadores que creen que las y los presidentes municipales son sus empleados, cuando en realidad son órdenes de gobierno distintos sin jerarquía formal.

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Durante la época de gobierno priísta, que ahora se replica, el presidente de la República se asumía como el “jefe máximo” quien repartía como veía y modificaba condiciones y estructuras de poder, dependiendo de sus necesidades. En el proceso de democratización, los ejecutivos federales perdieron poder y capacidades, ante actores que irrumpieron como los propios gobernadores, el legislativo, el judicial, la sociedad civil, grupos internacionales, empresas, etc., generando al ejecutivo que está en la constitución y no al que se había apoderado con base en las debilidades de los demás. 

Ante este escenario, el presidente López Obrador busca a toda costa centralizar y ubicarse por encima de los demás, replicando las épocas de poderío priísta, con base en el mismo argumento que ese partido planteaba, la mayoría que había obtenido en las urnas, le obligaba a asumir el mandato popular. Pero ante ello, ha modificado los arreglos que habían configurado estructuras de ingreso, distribución y gasto que, aún con base en capacidades discrecionales podían compensar o castigar a las entidades y municipios. 

Ahora, esos gobernadores que se habían empoderado y que actuaban con una creciente autonomía con respecto a la federación, pierden capacidades de poder ante la federación y el presidente, que les impone condiciones para acceder a recursos adicionales que ahora el ejecutivo se queda sin dar dinero a quienes no se alinean a él, asegurando la sumisión de los gobernadores y de las y los presidentes municipales a estos, reconstruyendo la estructura vertical que está en la mente del presidente. 

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Este proceso de centralización recuerda los principios de las siete leyes de 1836, donde sólo un grupo creía que sabía lo que el país requería, en nombre del pueblo y de una religión, ignorando la diversidad, las necesidades específicas y buscando controlar todos los procesos políticos al interior del país, lo que generó discursos separatistas, en el sentido de lo que ahora vivimos. 

Si bien es poco probable que la “alianza federalista”, que agrupa a las entidades “rebeldes” que el presidente desdeña, logre modificar la estructura presupuestaria o que salgan incluso del pacto federal, el esfuerzo centralizador del presidente puede despertar, como él mismo lo hizo en la Ciudad de México como jefe de gobierno, discursos e identidades locales y regionales que si estructuren a grupos que se crean el discurso y tengamos una nueva versión de lo que en otros países ha implicado tensión y una falsa ilusión por la independencia regional o local.

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