Hoy jueves se dan a conocer dos datos económicos importantes: la inflación de la primera quincena de junio y la cuarta decisión del año de Banco de México en materia de política monetaria. El primero es relevante porque, desde enero, una tras otra las tasas de crecimiento quincenal del Índice Nacional de Precios al Consumidor (INPC) que publica INEGI han sido particularmente elevadas. El segundo, porque aunque es ampliamente esperado que el banco central deje en esta ocasión su tasa de interés de referencia sin cambio en 4%, las crecientes presiones inflacionarias en una economía que se recupera a un ritmo muy lento y heterogéneo entre sectores y regiones han desordenado las expectativas del mercado en torno a la política monetaria para los siguientes meses. El contenido y el tono del comunicado de Banxico deberían, en mi opinión, ayudar a moldear dichas expectativas.

Mucho se ha hablado en las últimas semanas de que el aumento de la inflación es temporal. Lo que gradualmente preocupa más, sin embargo, es el temporal en su otra acepción, la de una tormenta de aumentos en precios. En la medida que ha avanzado el proceso de vacunación contra el Covid-19 a nivel global y las distintas economías han ido normalizando sus actividades, más y más sectores económicos han tenido dificultades para enfrentar una creciente demanda, al tiempo que las capacidades de producción y de distribución de bienes siguen siendo limitadas.

A pesar de que la inflación anual cerró 2020 bastante baja, apenas en 3.15%, ya eran evidentes ciertas presiones al alza —todas vinculadas de una u otra forma con los efectos globales y locales de la pandemia—. Los confinamientos llevaron al mundo entero a consumir más alimentos en casa que fuera de ella. Y aun cuando el sándwich de nuestra cocina o de la lonchería a dos calles pudiera ser el mismo, ese cambio implicó una reorganización de las cadenas de suministro, y mayores precios. Sobre todo para quienes no perdieron su empleo en medio de la crisis, hubo más compras en línea de cualquier cantidad de cosas, al tiempo que bajó el gasto en cines, restaurantes, viajes y conciertos. Adquirimos menos ropa nueva, pero más computadoras, tabletas y banda ancha para el trabajo remoto, la escuela de los niños, las fiestas y reuniones por Zoom, las películas de Netflix. Disminuyeron así, en general, los precios de los servicios (con excepción de algunos pocos como el de internet, los hospitalarios y los funerarios), al tiempo que aumentaron incluso más los precios de muchas mercancías.

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Claramente, la pandemia aún no termina, pero la reapertura simultánea de muchas economías y la vuelta a las calles de la población ha profundizado algunas de las presiones de 2020 e implicado otras nuevas. Por ejemplo, después de los paros en fábricas durante la parte más crítica de la pandemia, ahora hay que reabastecer inventarios. La demanda por automóviles ha aumentado, quizás por la renuencia de la gente a estar en espacios confinados como en el transporte público. Las plantas de producción de estas y otras manufacturas, que todavía pueden enfrentar restricciones de personal, no se dan abasto. Tampoco es suficiente la infraestructura de transporte y logística para mover de un país a otro todos estos productos al mismo tiempo. Hay rezagos en los envíos, largas esperas de los portacontenedores para descargar mercancía en los puertos. Todo termina reflejándose en mayores costos para las empresas y precios más elevados para los consumidores.

A esos cuellos de botella se añaden otras presiones. Manufacturas como los autos, las televisiones y los teléfonos celulares requieren ciertos chips especializados (los famosos semiconductores) que ahora, por distintas razones, escasean. Y con escasez y mayor demanda vienen más aumentos en precios. Lo mismo sucede con combustibles, otros commodities, algunos productos agropecuarios. Y la lista parece crecer quincena tras quincena.

Volvemos así a la pregunta inicial: ¿son estas presiones inflacionarias temporales (en su sentido de transitorias)? La gran mayoría de los expertos coincide en que sí. Como los choques descritos ocurren a nivel global, las tasas de inflación en muchos países, en todos los continentes, se han situado alrededor de sus niveles más elevados en más de una década. Los bancos centrales, incluido el Banco Central Europeo y la Reserva Federal en Estados Unidos, han argumentado extensamente, ante la duda de los mercados, que esperan que el aumento acelerado de precios sea de corta duración.

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Lo mismo sucede en México, en donde la inflación anual alcanzó un pico de 6.1% en abril y empieza a ceder, aunque a un ritmo más lento que lo que se anticipaba. Las sorpresas inflacionarias recientes han llevado a los analistas a ajustar fuertemente al alza sus expectativas de inflación para el cierre de este año (desde 3.7% que se esperaba en febrero, por ejemplo, hasta 5.1% según la Encuesta Citibanamex (EC) de esta semana), pero no las del año entrante. Esas se mantienen en alrededor de 3.6%, un nivel más bajo que la inflación promedio de 4% en la última década. Banxico también aumentó en su último Informe Trimestral su trayectoria esperada de inflación este año, si bien espera que para el segundo trimestre de 2022 la inflación ya esté de vuelta cerca de su objetivo de 3%.

Muy relevante es que en México, a diferencia de otros países, los estímulos fiscales para paliar los efectos del Covid-19 sobre la economía y reactivar la actividad han sido prácticamente inexistentes. Dado eso y los estragos sobre la salud y el bienestar de los hogares por la mala gestión de la pandemia, el mercado laboral sigue muy débil y no se espera que la recuperación sea rápida. Así, los rubros del INPC más relacionados con el grado de dinamismo de la economía y los salarios, como la vivienda, no han visto aumentos significativos en sus precios. Los de otros componentes importantes en el gasto de las familias, como la educación y el transporte, tampoco han variado mucho.

Lo anterior genera la idea de que, por un lado, los incrementos en precios no son generalizados, y por otro, que las presiones alcistas efectivamente son particulares a las condiciones actuales de la pandemia. Por ende, pronto deberían de ceder. En efecto, los precios de algunas materias primas que habían subido como la espuma en los últimos meses, como el cobre y la madera, han bajado de igual modo en días recientes. Pero, ¿y el resto? ¿Para cuándo?

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Ante estas disyuntivas, las expectativas para la tasa de interés objetivo del Banxico se han dispersado de manera extraordinaria. La gran mayoría de los analistas en la EC espera que el próximo movimiento sea un alza, pero el momento anticipado para ese ajuste varía desde septiembre de este año hasta septiembre… de 2023. Por otro lado, si bien el consenso de esos analistas ubica la tasa objetivo en su nivel actual de 4% a finales de este año y en 4.5% al cierre del próximo, las expectativas implícitas en instrumentos financieros señalan que el mercado la anticipa en 5% en 2021, ¡y 6.25% en 2022! Tal dispersión en las expectativas de política monetaria es atípica y, en mi opinión, Banxico ha hecho poco para intentar coordinarlas.

Desde luego, la incertidumbre en torno a la pandemia sigue siendo elevada y la Junta de Gobierno parece optar por mantener sus opciones abiertas. No obstante, en la medida que se mantenga tan amplio el rango de posibilidades para las perspectivas de corto y mediano plazo de las tasas de interés, se mina la propia efectividad de la política monetaria. Además, se exacerba la volatilidad que enfrenta el sector privado. En una fase de recuperación económica incipiente, y con tantos elementos de riesgo sobre la mesa, atemperar esa incertidumbre podría contribuir a una mejor planeación y toma de decisiones por parte de las empresas y los hogares.

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Adrián de la Garza es economista en jefe y director de estudios económicos de Citibanamex*

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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