Las desapariciones son  uno de los temas más inquietantes del presente mexicano. A decir de la Secretaría de Gobernación, desde 2006 hasta abril de este año, existen 85 mil casos de personas sobre las que no se conoció su paradero por un tiempo prolongado o de las que ya no supo más.

Muchos de estos casos se enmarcan  en el ámbito de las personas no localizadas y suelen resolverse, pero hay dos franjas muy graves:  en primer lugar, la que responde a la dinámica de organizaciones delictivas, que suelen asesinar y posteriormente esconder los cadáveres en fosas o que secuestran con fines de trata y en segundo término, la que proviene de autoridades, por lo general policías u otras fuerzas de seguridad. Este último aspecto es el que define a los delitos de lesa humanidad.

Hace unas semanas, 30 integrantes de la Marina Armada fueron detenidos y seis de ellos vinculados a proceso por desaparición forzada, por hechos ocurridos en Nuevo Laredo, Tamaulipas en 2018.

Pero el más reciente de estos expedientes es el que provocó la detención de la alcaldesa de Nochixtlán, en Oaxaca, Lizbeth Victoria Huerta, por la desaparición de la activista Claudia Uruchurtu.

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Es una historia explosiva, porque Uruchurtu, es tanto mexicana como británica y en Londres las autoridades están muy preocupadas.

Más aún,  porque desde el 26 de marzo, de este año,  lo último que se supo de ella es que estaba decidida a que se conocieran los excesos y la corrupción con los que se desempeña la alcaldesa que ahora se encuentra en prisión preventiva.

La Fiscalía Oaxaqueña está realizando una amplia indagatoria y por el perfil de su titular, Arturo Peimbert, podemos estar seguros de que hará todo lo posible porque semejante delito sea castigado con toda la fuerza que permite la ley.

El problema, sin embargo, es más profundo y proviene de los altos niveles de impunidad, donde servidores públicos creen que pueden desaparecer y asesinar con un grado razonable de posibilidades de nunca ser sancionados.

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Desde hace años, la desaparición forzada no proviene de decisiones de estado, como sí ocurrió en los años setenta, sino de conductas de funcionarios sobre todo municipales, como Victoria Huerta o José Luis Abarca, el que fuera alcalde de Iguala, en Guerrero, y está implicado en la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa.

Es quizá esta una de las herencias más terribles de lo que en su momento hiciera la Dirección Federal de Seguridad , cuando desde las más altas esferas del poder, se decidió desparecer disidentes, especialmente los que pertenecían a grupos guerrilleros, urbanos y campesinos. Es una maquinaria que por lo visto, puede funcionar y activarse desde oficinas recónditas, tanto como las de la municipalidad de Asunción de Nochixtlán.  

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