Desde tiempos inmemorables, la diplomacia ha servido como puente de entendimiento y buenos oficios entre asentamientos, pueblos, naciones, reinos, países y hasta actores y organismos internacionales. Su función primordial es velar por el interés nacional allende las fronteras, y a lo largo de los años, su evolución ha acompañado el curso de la historia.

La diplomacia y el servicio exterior van de la mano, a través de la profesionalización y la especialización de quiénes, además de servir a la Patria, deben operar los ejes de la política exterior.

En México, el Instituto Matías Romero se encarga de preparar a las y los diplomáticos de carrera, haciendo periódicamente una convocatoria para el ingreso al Servicio Exterior Mexicano mediante un examen de concurso en el que cientos de mexicanos acuden para concretar sus sueños y aspiraciones en la carrera diplomática. Tristemente y a pesar de contar con una Ley que define los alcances, atribuciones, responsabilidades y funciones de los miembros del SEM, en México los cargos diplomáticos han sido utilizados innumerablemente para todo menos para representar dignamente los intereses de las y los mexicanos en temas de relevancia para el desarrollo nacional. Desde quitar del escenario político a personajes incómodos (sí, muchas veces ser nombrado Embajador ha sido prácticamente un llamado al exilio), hasta para pagar favores o acomodar familiares.

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Con el paso de los años, la valiosa labor que se realiza en las misiones diplomáticas en el exterior la hacen los miembros del Servicio Exterior Mexicano, quienes saben de protocolo, de relaciones internacionales, de política exterior y que la forma, es fondo. Durante años han cuidado meticulosamente la imagen de México en el exterior y han bordado finamente las relaciones que posicionaron al país como un actor internacional con responsabilidad global.

Pero hoy, en el país de un solo hombre, el escenario para la diplomacia es devastador. Personal mal pagado, remociones injustas y nombramientos vergonzosos inundan lo que fue en su momento el orgullo de la administración pública mexicana. Hoy, nombrar embajadores y embajadoras sin experiencia, sin conocimientos y sin otro mérito más que el servilismo y la obediencia ciega son el reiterativo de una enfermedad que aqueja al círculo más cercano del presidente.

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Como ya es una constante en su gobierno, AMLO se brinca las trancas e ignora las leyes por ignorancia, por protagonismo y por conveniencia. La Ley del Servicio Exterior describe puntualmente las condiciones en las que se puede proponer a las y los ciudadanos mexicanos para llevar a cabo las funciones dentro de una Embajada, Consulado o Misión Diplomática de México en el exterior y claramente, en su artículo 20 se estipula que para ser designado Embajador o Cónsul General se requiere: ser mexicano por nacimiento y no tener otra nacionalidad, estar en pleno goce de sus derechos civiles y políticos, ser mayor de 30 años de edad y reunir los méritos suficientes para el eficaz desempeño de su cargo. La reciente lista de nominaciones hechas por el Ejecutivo para diversas posiciones alrededor del mundo tiene varios impresentables, personajes que cuentan con la venia presidencial por el simple hecho de alinearse, halagarlo y solaparlo; pero que no tienen ni el currículum, ni los méritos y mucho menos la calidad moral para desempeñar una de las actividades más honrosas que puede haber en el servicio público. Desde la época de la antigua Grecia y la antigua Roma, al exterior se enviaba a los mejores, no a los rufianes y mucho menos a los delincuentes.

Pero en el México de los otros datos, de las incongruencias, las mentiras y las pequeñeces se nombra al estilo de los años 70 “los buenos políticos no son los que saben resolver problemas sino los que saben crearlos”.

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