Es difícil saber cuál es la idea que en realidad tiene el presidente López Obrador sobre las universidades y en particular respecto a la UNAM.

En sentido estricto, no acompañó a los dos grandes movimientos universitarios de izquierda, el de 1968 y el de 1986 con el Consejo Estudiantil Universitario (CEU). El primero terminó en tragedia y el segundo resultó exitoso, con la celebración de un congreso que funcionó como un espacio de deliberación plural para decidir el futuro de la máxima casa de estudios.

El presidente López Obrador se afilió al PRI algunos años después de lo que ocurrió en Tlatelolco y cuando el CEU seguía en el que era el partido dominante, del que no se salió sino hasta que no resultó postulado al gobierno de Tabasco, meses después de las elecciones presidenciales de 1988.

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Ese año, Graco Ramírez le presentó a Cuauhtémoc Cárdenas y en septiembre lo postularon a la gubernatura tabasqueña, pero por los partidos integrantes en el Frente Democrático Nacional. 

Pero la izquierda universitaria tampoco ha actuado de forma coordinada, al contrario, muchas voces universitarias progresistas, se sumaron a las condenas de la huelga que organizó un grupo radical en el año 2000 y que tuvo a la UNAM cerrada por casi un año.

El presidente López Obrador sostiene que la Universidad se volvió neoliberal y que apoyó los destrozos de los últimos 30 años, que se derechizó. No es así, por supuesto, porque si algo caracteriza a la institución es su pluralidad, donde a nivel académico conviven y convergen todas las corrientes de pensamiento.

¿Qué estaría en disputa en la actualidad? Sospecho que el gobierno universitario y eso es inquietante si nos atenemos a lo que ha ocurrido con las Universidades Pueblo en el pasado, donde la grilla sustituyó al rigor y se cometieron no pocas barbaridades, como en Guerrero y en Sinaloa.

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Hay pistas de lo que quieren hacer desde la 4T, los que tienen alguna idea del asunto. Hace uno días, el rector de la Universidad Autónoma de Zacatecas anunció que están en medio de una profunda reforma que tiene como objetivo el lograr, entre otras cosas, “cero rechazados”. Es decir, terminar con los instrumentos de medición de conocimientos para permitir el acceso a la educación superior.

Suena atractivo, pero es demagógico y no contribuye a la superación, pero activa alicientes políticos que pueden redituar a sus impulsores.

Es ahí donde emerge la idea de cambiar la forma de designar a las autoridades universitarias para buscar que sea toda la comunidad la que lo haga y por medios supuestamente democráticos.

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La izquierda radical ha acariciado esta posibilidad a lo largo de los años, porque sabe que sería su oportunidad para acceder a la Rectoría. Insisto, ha ocurrido, en otras instituciones públicas y, por regla general, las cosas han terminado muy mal.

Quizá esa sea la “sacudida” que se pretende y que significaría un grave retroceso y la vuelta a debates que ya estaban superados.

Más vale que los universitarios tomen con seriedad las palabras presidenciales; lo que estará en disputa es el control mismo de la UNAM y su futuro.

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