La velocidad en los negocios y en la vida profesional puede ser una fórmula espléndida y, también puede ser una ponzoña mortífera. La dicotomía que nos plantea esta disyuntiva no es nueva: Mark Twain escribió al principio de su vida que “el secreto de ir hacia delante es empezar”, pero ya en la madurez frenó su ímpetu y con ese tono tan particular, nos recomendó: “no dejar para mañana lo que puedas aplazar a pasado mañana”. Sin querer parecer que le damos al violín y al violón, tenemos que reconocer que los frenazos no nos permiten avanzar, pero a menudo evitan accidentes. Así que no se puede estar contra de la aceleración, aunque hay momentos que invitan a frenar. Últimamente, se nos presenta la tentación de salir como caballitos parejeros, corriendo a toda velocidad tan pronto vemos la puerta abierta.

Muchas casas de consultoría, como McKinsey o Deloitte, han pronosticado que después de tanto encierro vendrá una etapa de gran euforia. El mundo ya no puede más con tanto encierro, tapabocas, sustancias antibacteriales y aislamiento; tampoco aguanta tanta muerte, enfermedad y pérdida. Nos hacen falta sonrisas, apapachos, convivencia y proximidad. La era de vacunación en el mundo marca la posibilidad de recuperar vida. Hay una gran necesidad de echar a andar los motores, de volver a la proximidad, de reestructurar al ser humano como un ser social. La gran tentación que hay en estos momentos es la de meter el acelerador para entrar a la normalidad. No podemos negarnos a ver que la manzana es apetitosa y antes de darle de mordidas, deberíamos analizar si la fruta está en condiciones de ser comida.

En diversos sectores, la presión por volver se hace patente. El sector educativo es uno de los que más sabe de esa urgencia. La educación sufrió una transformación de un momento a otro, las aulas se adaptaron a plataformas digitales y el show pudo continuar. No obstante, el modelo a distancia ya está rechinando. Los profesores pasan horas sentados frente a la computadora dando clases y llenando reportes que justifiquen el avance de sus estudiantes; muchos alumnos se han acomodado a un confort que no es propicio para la enseñanza aprendizaje: asisten a clases en pijamas, acostados en su cama, amparados por una cámara apagada y el maestro no sabe si está impartiendo cátedra o está hablándole a un tostador. De la exigencia, mejor no hablar.

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Muchas instituciones educativas están levantando el padrón de sus maestros, trabajadores administrativos y empleados operativos para inscribirlos en el programa de vacunación. He escuchado a muchas autoridades educativas que afirman que en agosto se volverá a clases sí o sí, con un modelo híbrido, aunque en verdad no saben lo que eso significa, aún no pueden definir con precisión de qué se trata eso. Y, aunque sabemos que muchos mexicanos estarán vacunados, sea por el programa que lleva a cabo el Gobierno de México o que hayan sido inoculados por la gracia del turismo de salud, lo cierto es que en agosto la población estudiantil y las personas de menos de 40 años, no estarán vacunados en su totalidad. Hay riesgos y vale la pena justipreciaros.

La inmovilidad política, la falta de previsión para comprar vacunas, la falta de equidad en la distribución mundial, la insuficiencia de la capacidad instalada de producción de los laboratorios y un largo etcétera se quiere compensar con una especie de decreto optimista: volvamos a la normalidad. Por supuesto, todos sentimos esa urgencia, pero ser prudentes parece más conveniente que lanzarnos a la euforia de la aceleración. Hay una emoción de pensar que, si hundimos el acelerador y corremos a toda velocidad, llegaremos antes.

Sí, pero, no. No podemos dejar de ver que acelerar en una calle estrecha y empedrada no nos va a llevar muy lejos. Esta enfermedad sigue sorprendiendo a los científicos. Antes que poner pies en polvorosa, deberíamos de optar por los pies de plomo. No por mucho madrugar vamos a llegar más temprano, es el dicho que nos mueve a pensar antes de actuar. Soy la primera en defender la educación presencial. Soy una creyente en que un aula es el espacio en el que se intercambian ideas y sé que, entre cortes de luz, fallas de internet y demás problemas, la educación tal como la estamos viviendo ha sido un auxilio, un lugar de rescate y no un espacio definitivo.

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Lo mismo sucede con el trabajo a distancia. Es cierto que en este año la Humanidad se ha ahorrado horas de estar sentados en el auto, embotellamientos, combustible, peajes. Ha habido un intercambio, las horas en el transporte se han cambiado por largos periodos frente a la pantalla de la computadora, a familias que se pelean por el espacio para trabajar o estudiar, que batallan con el ancho de banda de internet y las situaciones han tensado las relaciones personales. Nos hemos dado cuenta de las bondades y las desventajas del teletrabajo. Urge volver, salir de casa, tener la opción de elegir entre quedarse en la oficina o trabajar a lo lejos.

Claro, los estudios marcan que nos viene una época de euforia y de necesidad de recuperar vida.  La tentación de reactivarnos, de poner a girar la rueda económica, de rescatar nuestros negocios, de desempeñarnos profesionalmente es un anhelo legítimo y una necesidad comprensible. Pero, antes de correr, hay que pensar en el rumbo, replantear los caminos, contestar preguntas y disminuir la posibilidad de riesgo. La manzana que se nos ofrece es jugosa y apetitosa, acelerar puede ser el gran anhelo. A mí me gustaría que antes de hincarle la primera mordida al fruto de la tentación, nos aseguráramos de que no está envenenada.

Podemos tener la tentación de incrementar la presión sobre la sociedad para adelantar los cambios de color en el semáforo epidemiológico. Pero un nuevo frenesí social tiene serios riesgos. Estamos a punto de ver si las vacunas ganarán la batalla a la pandemia, si se podrá acelerar la economía y si ya estamos listos. Hay que devolver la seriedad y la pausa a la ansiedad. No se trata de volvernos tortugas, pero tampoco de querer correr tanto que nos asomemos al abismo.

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