Necesitamos a los policías. Por eso inquieta la percepción de que la actual administración ya renunció a ello, a la construcción de una institución civil que se encargue de la seguridad pública.

Los policías suelen ser el primer eslabón de contacto con la ciudadanía. En términos prácticos modulan la relación con el delito y matizan su impacto.

Son quienes conocen el terreno y elaboran mapas de los actores, de los buenos y los malos. Es ahí donde se puede ir estableciendo un control de la propia seguridad, donde la premisa más relevante, es la tranquilidad, libertad y seguridad de los ciudadanos.

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Sin esta mediación, lo que tenemos es a los bandidos frente a corporaciones con alta capacidad de reacción y letalidad, lo que suele incidir en los derechos humanos e inclusive en el propio ambiente social.

Pero contra el crimen organizado se requiere de una formación especializada en la que converjan la generación de información de inteligencia con capacidades de operación adecuadas.

Es lo que se hacía en la Policía Federal y en algunas de las corporaciones estatales en las que se ha invertido en la preparación de sus elementos.

Si bien nunca se contó con una fuerza civil que pudiera hacer frente a la situación de violencia sin participación de soldados y marinos, sí se intentaba ir en esa dirección.

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La Guardia Nacional es otra cosa y por ello el presidente, López Obrador, tiene previsto enviar una iniciativa para que forme parte, ya sin dobleces ni hipocresías, de la Secretaría de la Defensa Nacional.

Es un tema espinoso, por supuesto, porque tiene aristas de carácter estratégico, político e inclusive administrativo.

En la actualidad la Guardia Nacional es parte del Ejército, aunque la ley diga otra cosa. La dirige un militar, a pesar de que el compromiso para aprobar su creación, era que la comandaría un civil.

La mayoría de los integrantes de su fuerza son soldados, que se inclinaron por su traslado a la Guardia, con la promesa de que no perderán las prestaciones y trayectoria que les proporciona la carrera de las armas.

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El enredo es mayor, aunque ahora no se perciba, pero en el mediano plazo empezará a generar problemas, inclusive los del propio presupuesto.

Pero el daño estructural proviene del desmantelamiento de la Policía Federal, donde se habían invertido recursos y años en su profesionalización.

Lo que hemos visto en las últimas semanas, donde elementos de las fuerzas armadas son perseguidos por delincuentes, es una muestra de una estrategia fallida y que está generando presiones al interior de las propias fuerzas armadas.

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Es evidente que los soldados cuentan con mayor capacidad que los delincuentes, pero tienen instrucciones de no propiciar enfrentamientos, con la idea de que ello coadyuva a revertir las condiciones que generan violencia.

Pero a la vez, esta disposición deja en la orfandad a la ciudadanía, la que no encuentra referentes de protección institucionales y que, por ello, puede buscar el auxilio en sistemas paralelos, como las autodefensas o otros grupos delincuenciales que les ofrezcan garantías de seguridad. Detrás de toda espiral delictiva, hay una suerte de derrota institucional, por las debilidades que implica y el daño que con el tiempo se genera.  Eso es lo que ocurre cuando no hay policía.

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