Las facultades y obligaciones de la o el Presidente de México están consagradas en el artículo 89 de nuestra Constitución: promulgar leyes, nombrar servidores públicos de alto nivel -incluido “intervenir” en la designación del Fiscal General-, preservar la seguridad nacional, declarar la guerra, dirigir la política exterior, convocar sesiones extraordinarias del Congreso, facilitar las funciones del Poder Judicial, habilitar puertos y aduanas, conceder indultos, conceder privilegios a inventores de la industria, optar por un gobierno de coalición, presentar ternas para Ministros de la Suprema Corte de Justicia y objetar nombramientos de comisionados del INAI.

Mucho se ha escrito de dos elementos que contextualizan y dan dimensión a estas facultades y obligaciones constitucionales: el ultra-presidencialismo mexicano y su elemento concomitante, las facultades metaconstitucionales del Presidente. Es decir, el gran margen que el Presidente tiene para hacer, sin necesariamente doblegar la Constitución, y las enormes facultades que el sistema político mexicano le otorga en la práctica al Presidente.

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En Estados Unidos, el libro “Deshaciendo la Presidencia” de Susan Hennessey y Benjamin Wittes publicado apenas hace un año, hace un detallado análisis de la función tradicional y esperada de un Presidente en ese país, misma que tendía a darse por sentada antes de la llegada de Donald Trump. Sin embargo destacan, con su arribo a la presidencia quedaron demostradas varias cosas: que las funciones del Presidente están poco detalladas en el sistema jurídico estadounidense, y que el “deber ser” presidencial se deriva de tradiciones, costumbres y expectativas que la sociedad impone a quienes ocupan el cargo.

No se espera tanto “brillantez o competencia”, dicen los autores, como más bien valores, civismo, rectitud, virtud, y ética. Por ello es que desde que el Presidente Trump asumió la oficina, señalan, a muchos les quedó claro que se trataba de una persona que no tenía los atributos que la alta encomienda demandaba y más allá, había llegado a la posición justamente contrariando dichos atributos. El 6 de enero de 2021 será un día para recordar cómo se puede perder en unos segundos, lo construido en años.

Como lo destaca el segundo proceso de juicio político, mucho de lo que sucedió ese día fue incitado por las palabras del Presidente. Se trató de una manifestación triste de cómo sería un Estados Unidos sin leyes, donde priva la irracionalidad, el odio y la destrucción con una motivación política profundamente irresponsable. Lo que queda claro en cualquier contexto es que lo que dice y hace un Presidente importa y mucho. Importa por su peso específico, por su capacidad de influencia, por el altísimo grado de poder que ejerce y por su liderazgo.

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No es lo mismo que un Presidente llame a la desobediencia y a la insurrección, a que lo haga un manifestante; no es lo mismo que un Presidente confronte (o ataque) a un medio de comunicación, a que lo haga cualquier otro ciudadano ejerciendo su legítimo derecho de réplica; no es lo mismo que un Presidente rete a las instituciones, a que lo haga cualquier otro factor de poder; no es lo mismo que un Presidente proponga cambios constitucionales detrimentales para la democracia y el estado de derecho, a que lo haga cualquier otro actor político.

Ante la ley todos somos iguales, pero en la práctica, las palabras de un presidente tienen una peso incomparable con el de cualquier otro actor.

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