Hace algunos años, unos diez o tal vez quince años, en las inmediaciones de la Colonia del Valle de la Ciudad de México, había un salón de fiestas infantiles que se llamaba “Había una vez”. Los que tuvimos la fortuna de asistir a un evento en ese lugar sabíamos que la fiesta iba a ser un éxito porque los dueños entendían a sus clientes. Muchos éramos regulares del lugar, a veces como anfitriones y otras como invitados. El éxito era que los empleados estaban comprometidos con hacer sentir bien a todos los asistentes: estaban entrenados y siempre iban más allá: recordaban los nombres, saludaban en forma personal, te sentías consentido. Era un espacio confortable que padres e hijos disfrutaban mucho.  Entendieron lo que los clientes desean y estaban dispuestos a dárselos.

Una generación entera de niños festejó sus cumpleaños ahí. “Había una vez” se convirtió en lo que los mercadólogos denominan: servicios dragones, es decir, en estos espacios de culto que terminaron desapareciendo. Lugares que tuvieron mucho éxito y que después se convirtieron en hermosas leyendas que fueron desfalleciendo. Son productos o servicios que fueron desplazados por la comodidad de espacios menos personales, pero más baratos, como los que ofrecen los lugares de comida rápida. Se trata de negocios emblemáticos como la tiendita de la esquina, la librería de la colonia, la frutería que han sido desplazados por negocios en serie y que recordamos con nostalgia.

En los años de la antigua China, el sabio Sun Tsu recomendaba a sus discípulos: conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo. Estas reglas militares del general milenario pueden adaptarse a nuestra vida actual: consigue a tus clientes y permanece cerca de ellos. Los productos y servicios dragones fueron eliminados de la geografía porque vivimos en una sociedad acelerada que cambia rápidamente.  Tenemos que entender que el cliente es un dictador y el mercado tiene sus ritmos y velocidades que no podemos desestimar. Conocer al enemigo, como recomendaba Sun Tsu implica poner atención tanto en lo que está sucediendo con nuestros consumidores y su entorno, como en las alertas específicas de cambio que nos llegan del exterior.

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Aunque ésta es la regla más evidente de cualquier compañía —grande o pequeña— tendemos a poner más atención a lo que el jefe quiere, lo que nuestros equipos de trabajo opinan, lo que clientes y proveedores creen que lo que nuestros clientes quieren. Olvidamos que los negocios no empiezan con una buena idea sino con una persona que está dispuesta a meter las manos al bolsillo, sacar la cartera y pagar por nuestros productos o servicios. Dejamos de lado que no queremos que esa persona consuma una vez, queremos que lo haga muchas; es más, mientras más veces lo haga, mejor.

La historia de la administración de negocios nos dice que la evolución empresarial parecía ir persiguiendo un camino ascendente con un progreso eterno. Estaban seguros de que el crecimiento sería eterno y su progreso interminable. Por eso, muchos líderes empezaron a poner acento en la productividad, en la reducción de costos como una fórmula efectiva para incrementar las utilidades. Desgraciadamente, muy pronto hubo un choque con la realidad económica: la demanda no es ilimitada —como ellos creían—, hubo competencia y presiones del merado. Los consumidores tuvieron opciones para elegir.

Para muchos la clave de elección fue el precio de productos o servicios; en otros casos fue la conveniencia. En el caso de muchos productos y servicios dragón hubo algo que desestimaron. Efectivamente, tuvieron clientes que apreciaban su oferta, pero estos negocios y confiaron en la lealtad del cliente. En realidad, la lealtad debe ir al revés, los negocios deben comprometerse a satisfacer aquello que los consumidores están pidiendo. Se trata de adaptarse, de buscar mejores formas de servir, ofrecer y atender.

Recuerdo una ocasión en la que hablaba de servicio al cliente. Acentuaba la necesidad que empresarios y emprendedores tienen de conocerlos tan bien como la piel en la palma de la mano. Y, entre la audiencia, alguien me preguntó: ¿Quién no conoce a su cliente? La pregunta suplicaba una respuesta ya que ahí está el meollo del asunto. Muchos desconocen esta información. Necesitamos saber mucho para saber como atenderlo mejor.

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Es decir, debemos saber cómo es, dónde vive, qué le gusta, para entender qué es lo que desea. Pero, el vértigo de la vida nos ha llevado a dar respuestas inmediatas, prefabricadas, automáticas que no tienen que ver con lo que recomienda Sun Tsu. Conocer significa imaginar a nuestro cliente cuando está en su cotidianidad, saber si le gusta el té o el café, si tiene perro o gato, si le gusta el calor o el frío; saber su estructura familiar, su nivel de escolaridad, su lugar de nacimiento. Así, podremos justipreciar las oportunidades que tenemos de que le guste nuestro producto o servicio y que le siga gustando.

Pero, si la primera premisa del consejo del militar chino es importante, la segunda no puede ser desestimada. Tenemos que conocernos a nosotros mismos. Sólo así podremos conectar con ellos. Entendamos nuestras capacidades y dejemos de dar disculpas. Aprendamos de nuestras fallas y olvidémonos de echarle la culpa a alguien más. Conozcámonos bien. En nuestra historia hay huellas de éxito. Muchos de estos productos y servicios dragón no nada más dejar de ver a sus clientes, dejaron de verse a sí mismos. Se olvidaron de sus capacidades, desecharon su identidad, desestimaron sus valores.

Nuestros clientes desean productos y servicios claros que se les presenten como una opción viable para satisfacer sus necesidades. Se trata de ir aprendiendo qué es lo que ellos quieren de nosotros. Si nos desdibujamos por atenderlos, nos perdemos y  los extraviamos. La gente pagará por el valor agregado que les demos. Lo interesante es conocer nuestras fortalezas, apoyarnos en ellas para aprovechar la oportunidad de darles lo que ellos quieren, incluso antes de que lo deseen.

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