Llevo días dándole vuelta a una imagen. Me sucede con frecuencia cuando algo se pone de moda. Cada vez se hace más frecuente escuchar que en el terreno profesional existen dos tipos de personajes: los que son como leones —es decir, los predadores— y los que son como corderos —o sea, las presas—. Esta dicotomía facilona propone que de un lado están los agresivos y del otro los que se dejan, se ha hecho popular y se repite como si se tratara de palabra sagrada. No lo es. Por lo menos, no es así de sencillo.

Cuando Aristóteles escribió Ética, identificó al ser humano como un arquero que dispara flechas intentado atinarle al bien. Así figuró una imagen que me corresponde más a la realidad.  Por supuesto, desde aquellos años hasta nuestros días, las discusiones sobre lo que significa el bien cobran distintos matices, especialmente si nos referimos al mundo de los negocios. Parece que la bondad, lo moral, el conocimiento, la generación de utilidades, la realización personal, el poder son conceptos que no se clasifican en el mismo estante.

Sin duda, necesitamos ser precavidos al enfrentarnos a la subjetividad. Por eso, me parece tan importante no caer en la división maniquea de los buenos y los malos; los azules y los rosas; los predadores y las presas. Tengo muchas razones por las que esta división me parece defectuosa y manipuladora: así no es la realidad. No lo es ni en la vida personal ni en la profesional. No es así, no porque el bien y el mal no sean absolutos: lo son. Pero, no podemos sustraernos a una verdad de oro: unas veces nos toca ser predadores y otras presas. Regresando a la visión aristotélica, en ocasiones damos en el blanco y en otras no; hay veces que atinamos al centro de la diana, aunque hayamos errado en la elección.

Cualquier reflexión que se haga entre héroes y bandidos nos obliga a la ruptura. Darnos cuenta de estas circunstancias nos invita a dar un paso atrás para analizar. El ejemplo más básico es el de los cuentos de hadas. El príncipe valiente es un héroe que destruye al dragón para rescatar a la princesa que está en desgracia. Así narrado, es fácil caer en la tentación de sobre simplificar y aprobar la heroicidad del príncipe. Sin embargo, para el dragón tal vez no resulta tan bondadoso ese actuar. Tal vez, alguien lo puso ahí como centinela que debía cuidar a la doncella. Incluso, podríamos valorar la lealtad de la bestia, ya no tan malvada, que echó fuego hasta su último aliento para proteger aquello que le dijeron que tenía que cuidar. Así visto, el príncipe irrumpió y profanó lo que el monstruo debía cuidar.

En las cuestiones profesionales y empresariales, el terreno no suele presentarse tan simplificado. Las visiones polarizadas nos ponen en un escenario poco conveniente: el de ganadores y perdedores. Si decidimos seguir por ese camino, tenemos que ser muy precavidos porque en la vida unas veces se gana y otras se pierde. A nadie nos gusta fracasar, deja un gusto amargo en el paladar y resentimiento en el corazón. Además, el que gana puede caer en la terrible sensación de que todo lo puede y la arrogancia no es otra cosa que un grado de tontería superlativo. ¿No hubiera sido mejor que el príncipe y el dragón negociaran? Así, los daños causados habrían sido menores y si la negociación se daba en condiciones adecuadas, ambos habrían conseguido algo para tomar.

En los negocios se busca generar situaciones ganar-ganar. Las circunstancias de nuestra época nos llevan a edificar un sistema en el que tendamos redes de apoyo que se conviertan en verdaderas bases de gestión. De manera que tenemos que ser prudentes y guardar una distancia crítica frente a estas posiciones radicalizantes que lo mismo son falsas que inoperantes. Alguna vez escuché a Michael Porter decir que el terreno corporativo más que necesitar de competencias, requiere de cooperación.

Esta visión es mucho más moderna y adecuada. La cooperación es un valor. No es un dogma ni es una consigna. Es una experiencia que debe apadrinar el quehacer profesional. Un verdadero profesional se toma el tiempo para reflexionar. No se traga las píldoras sin averiguar qué es lo que le están ofreciendo, no asume ninguna consigna por encima de su propia consciencia. Escoge las estrategias, reflexiona sobre los escenarios, tiene en cuenta las perspectivas diversas que tiene frente a sí, toma en serio sus propios valores, se hace dueño de sus opiniones, se su tiempo y de su conocimiento.

En realidad, los valores empresariales que tenemos que consolidar se fundamentan en actos de responsabilidad. Por eso, esas posiciones que dividen a las personas en dos grupos son limitadas. Lo curioso es que tengan tantos adeptos. Mariano José de Larra afirmó que “El corazón del hombre necesita creer en algo y cree mentiras cuando no encuentra verdades en que creer”. Por eso, estas ideas se propagan tan fácil y rápido. Se alienta un punto de vista cínico en donde todo se vale porque como soy predador, justifico mis procederes: al fin y al cabo: así soy yo; todo se explica con la fatalidad, porque como me tocó ser presa no había alternativa”.

Lo terrible de tragarnos estos anzuelos es que vienen envenenados, inoculan una esperanza que es proclive a las falsas promesas, y alimenta mentiras. No nos da espacio para cuestionar y nos convertimos en tapones de corcho que son arrojados al mar. La dirección no es responsabilidad del pobre corcho si no de los vientos y mareas que lo llevan a donde vaya a dar. Así les tocó y ya.

Hay que resguardarnos de este tipo de sentencias que nos quitan el poder de decisión y la autocrítica se vuelve un ejercicio muy limitado. También hay que reconocer que hay situaciones en las que nos tocará tener la tentación de ser predador o presa: no hay fatalidades. Podemos dejar de serlo si somos lo suficientemente inteligentes para salir de ahí y proponer una circunstancia en la que todos ganemos. Ante la fatalidad, responsabilidad. Ante la división, la cooperación. Esos son los valores empresariales que tenemos que consolidar.

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