El treinta de abril, recibí muchas felicitaciones por el día del niño. Tantos saludos y enhorabuenas me extrañaron porque claramente hay décadas que me separan de la etapa infantil. Los memes, emoticones y tarjetas electrónicas de felicitación que nos invitan a jamás dejar de ser niños son un reflejo de la era en la que vivimos. Pareciera que el ser humano de nuestros días quisiera ponerle un freno al tiempo y se negara a dejar la niñez, como no quisieran entrar a la etapa de adultez.

Basta ver como los perfiles de Facebook se congestionaron con fotos de niños, como si la red social fuera el mundo de “Nunca jamás” en el que habitaba Peter Pan.  Hombres y mujeres de todas edades colgando sus caras infantiles con una nostalgia pueril. En este universo virtual, corrieron mensajes cuyo autor es desconocido y que se fue reenviando con un exponente infinito. Entonces, el propósito de la felicitación parece cuestionable. No hay una finalidad personal, es un conato impulsivo.  El circuito es duro de observar: recibimos imágenes y videos al por mayor en canales de comunicación que son fríos; receptores que aprietan el botón para reenviar algo —lo que sea— sin terminar de leer para formar cadenas infinitas en redes sociales y los que debieran ser los verdaderos destinatarios, los que todavía están viviendo la infancia, se obnubilan detrás de una cortina electrónica.

La conseja popular que reza: los niños se ven, no se oyen, pesa en nuestra cotidianidad como un costal de papas. Surtimos a los pequeños con toda suerte de aparatos electrónicos para silenciarlos. Me sorprende ver a bebés entretenidos con los teléfonos celulares de sus padres, los más grandecitos ya tienen artilugios más sofisticados para jugar y convivir de manera virtual con amigos que no conocen y jamás han visto en persona. Les abrimos una ventana al mundo y los dejamos brincar por la realidad virtual sin pensar en lo que se pueden topar, como si en el mundo digital todo fuera paz y seguridad.

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Por otro lado, nos hemos vuelto súper cuidadosos con lo que comen. Contamos las calorías, las proteínas, los niveles de sal y nos preocupa más lo que se llevan a la boca que lo que les entra a la mente. Hoy, una torta de huevo como las que nos ponían en la lonchera y que compartíamos felices con nuestros compañeros en el recreo resultaría un atentado a la sociedad. Luego nos quejamos de lo frágiles que se han vuelto. Luego nos sorprendemos al ver a personas de treinta años viviendo con sus padres y haciéndoles berrinches cuando no les cumplen sus caprichos.

Es curioso como no nos damos cuenta de este conjunto de síntomas que están pautando nuestra conducta social. Hombres y mujeres infantilizados, con expresiones emocionales exageradas, intempestivas que hablan mucho y no dicen nada. Gente que se niega a avanzar en la vida y que añoran la niñez. Es alarmante el número de adultos que no maduran. Es de asustar la cantidad de padres que siguen tratando como criaturas de leche a hijos que ya ejerces su sexualidad. Al intentar ampararlos, los castramos. El fenómeno de sobreprotección empieza en los primeros años de la niñez y queremos estirar la infancia hasta la vejez.

Y, en nuestro afán de protección, les hemos retirado ciertas lecturas para que no se mortifiquen. Ya no se lee a Mark Twain porque Tom Sawyer parece inapropiado. Se modifica el lenguaje para hacerlo incluyente. Se pone un capelo protector para ser políticamente correctos. Las versiones de los cuentos de los hermanos Grimm tuvieron que ser dulcificadas porque las versiones originales nos resultan grotescas y no queremos exponer a nuestros pequeños a semejante brutalidad. Me pregunto si los niños alemanes de aquellos años eran más rudos y resistentes a ese tipo de textos.

En 1983, el doctor Dan Kiley publicó un libro titulado El síndrome de Peter Pan en el que, desde entones, expresaba su inquietud por la condición de ciertos individuos que sencillamente, se niegan a crecer y nos adentraba en el laberinto de las  causas y efectos que exacerban estas particularidades. Son personas que no asumen las presiones de la vida moderna y que, puestos frente a las responsabilidades que se deben enfrentar, hay un punto dramático al enfrentar los problemas.

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Niños eternos con un estilo de vida impetuoso, hombres y mujeres que están cerca de cumplir los cuarenta y siguen actuando como si tuvieran quince. Pasa con adultos recién salidos de la universidad, matrimonios jóvenes, personas que se están desempeñando en sus primeros trabajos, parejas de padres que tienen entre veinte y treinta años, chicos que se encuentran en sus últimos años de estudio que ven que las pruebas y las tribulaciones de la vida adulta les resultan imposibles de asumir. Hay una gran cantidad de la población que se niega a madurar.

Es tiempo de madurar. Tenemos muchas oportunidades para lograrlo. Si somos jefes, compañeros de trabajo, maestros, tutores, es tiempo de abandonar esa actitud indulgente. Nunca es demasiado tarde para que una persona crezca, madure y de los mejores frutos. La disparidad entre la edad y la madurez se nota a primera vista. Estos eternos adolescentes aniñados son la fábrica de especímenes iguales. Jamás estaremos fuera de tiempo para que alguien recomponga el camino y tenga una vida lograda. Debe ser terrible vivir en berrinches, justificando errores, culpando a todos, mientras ignoramos a los pequeños y los aventamos al tobogán de “nunca jamás”.

Mientras intentamos entender lo que hemos hecho con los niños, tendríamos que recordar que en la infancia lo que se necesita es amor, no compasión. Un niño necesita ternura y no que le resuelvan todos los problemas; tolerancia y no frustración. Vamos, la infancia es la etapa del crecimiento. Lo que nos toca es acercarles los recursos necesarios para que se desarrollen con sus propios esfuerzos. Sirve para lo profesional, para el terreno laboral y para el ámbito personal.

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