A veces, ni todos los días, ni todos los meses, ni todos los años nos alcanzan para llorar y liberar el dolor, la rabia, el miedo, la frustración o los sentimientos y pensamientos reprimidos.
Historias hay miles, millones. Mujeres van y vienen, pero las condiciones no cambian, no mejoran y mucho menos evolucionan.
La normalización de la violencia en contra de las niñas y mujeres es quizás, antropológicamente, la forma más ancestral de sistematizar patrones negativos.
El activismo digital en el siglo XXI ha ayudado a visibilizar lo que es quizás el problema más grave que globalmente destruye el tejido social. Es un hecho que 1 de cada 3 mujeres alrededor del mundo ha sufrido algún tipo de agresión, violencia, acoso o abuso a lo largo de su vida, pero a lo largo de los dos años de pandemia la crisis sanitaria y humanitaria ha incrementado las agresiones y la condición de violencia contra niñas y mujeres haciendo que en trece países (uno de ellos México) 2 de cada 3 mujeres hayan (o hayamos) sufrido y reportado algún evento de violencia, discriminación, abuso, acoso o desamparo.
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La violencia por condiciones de género se ha intensificado y agravado en aquellos países con las peores estrategias de seguridad sanitaria. Los patrones tóxicos que enmarcan la violencia pueden terminarse eliminando los estigmas, las etiquetas, creyéndole a las víctimas, adoptando posturas más comprensivas e incluyentes y dejando de lado los estigmas sociales que causan un profundo daño a la sociedad.
Evitemos normalizar las conductas institucionales, organizacionales y sociales que por siglos han puesto a la mujer como el centro de esta grave problemática y comencemos a cambiar nuestra forma de ver al mundo.
No dejar a nadie atrás implica construir una sociedad más justa, sin dádivas, demagogias ni asistencialismos; sino desde una verdadera empatía y conocimiento objetivo de la situación. Incluyendo el acceso en todo momento a oportunidades igualitarias y equitativas desde la educación hasta el desarrollo personal. Eduquemos desde la acción y no desde la intención, la mejor forma de crear un mejor futuro para las niñas y las mujeres es la generación de una nueva conciencia, aquella que eduque y promueva una cultura de prevención y trate el tema con un enfoque de salud pública.
Las atrocidades cometidas desde los usos y costumbres deben dejar de normalizarse y deben ser atendidas con todas las aristas de una complejidad que requiere una de las más grandes violaciones a los derechos humanos.
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La seguridad integral y el acceso irrestricto a sistemas de salud pública que reconozcan que aún hay un velo en torno al maltrato, al abuso sexual, la desigualdad y la violencia perpetrada contra niñas y mujeres, condición que por supuesto se acentúa en grupos indígenas, comunidades marginadas y de más amplia vulnerabilidad.
La historia de Patria, Minerva y María Teresa sigue resonando alrededor del mundo, en cada mujer asesinada, en cada mujer violentada, maltratada o silenciada. Hoy, la crisis humanitaria que enfrenta el mundo requiere acción y compromiso de la sociedad civil, de hombres y mujeres, de empresas y gobiernos, de seres humanos que sin absurdas polarizaciones ni palabrerías sean capaces de alzar la voz, empoderar y trabajar en favor de un mundo más digno, más humano y solidario.
El siglo XXI requiere la redignificación del ser humano, dejando de lado el impacto negativo de crisis sanitarias, guerras, cambio climático y tragedias globales.
Necesitamos que ser mujer deje de ser una tragedia.
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