Washington es una de las ciudades más hermosas de los Estados Unidos. Como si hubiera sido diseñada exprofeso para mostrarse como la capital emblemática de la democracia y el buen gobierno. Abraham Lincoln desde su memorial parece aprobar o desaprobar todo aquello que el escaparate político le permite observar.

Por supuesto que la insurrección recientemente ocurrida no es inédita ni insólita, pero histórica si, en tanto que los hilos conductores de la radicalización y polarización que la originaron se fueron entretejiendo con fuerza durante los últimos años.

Las fibras tocadas durante cada discurso y cada interacción en redes sociales ayudaron a que movimientos de antaño, adormecidos por el sueño americano y la ilusión del american dream, encontrarán nuevamente el eco del encono y la supremacía blanca mientras la aduladora idea de que América fuera grande otra vez funcionaba como bálsamo para grupos resentidos, escondidos y lastimados por la creciente heterogeneidad del tejido social.

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Hablar de Trump hoy cobra más sentido que nunca, para explicar la toxicidad de un gobierno neopopulista que ha manejado el discurso perfecto para dividir y destruir a sabiendas de que es lo único con lo que puede prevalecer.

El legado atroz y negativo que ha dejado el gobierno de Trump no es cualquier cosa. Las amenazas abiertas a la transición política en los Estados Unidos agregan un componente de inestabilidad muy importante que alentará el proceso de recuperación económica, social y política.

Limpiar de raíz el nuevo pensamiento estadounidense costará más de lo que se quiere aceptar. La insurrección es más que una invitación a la secesión o al desconocimiento de las instituciones, es la prueba que confirma una sintomatología expresada durante años y que ha sido ignorada por generaciones.

Pensar que el problema está fuera de las instituciones o fuera las fronteras estadounidenses es un grave error, fortalece la división y no suma a la reconstrucción de las instituciones que además de ser urgente es fundamental para poder atender los retos prioritarios que enfrenta el nuevo gobierno. A Trump le sobrevive el trumpismo, sembrado en las mentes maquiavélicas que odian, atacan, dividen y asesinan.

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El futuro de Donald Trump ha sido forjado por él mismo, parece increíble que en el recuento de los daños no se haya calculado una penosa destitución o una lamentable aplicación de la enmienda 25. Parece demasiado perverso pensar que todo esté fríamente calculado y no sólo esté dispuesto a asumir las consecuencias de esta incitación, sino que gustoso acepte el costo político que conlleva estar del otro lado de la historia.

Al presidente electo Biden le queda mucho por reconstruir, recibe un país en añicos, con un desolador panorama y lo breve de un periodo presidencial de cuatro años quizás no sea suficiente para poder retomar un proyecto de nación basado en unidad nacional y en la eliminación de los discursos de odio y de la falsa supremacía racial.

El fin de los Estados Unidos como una potencia global parece inminente a la luz de un horizonte plagado de incertidumbre y de inestabilidad.

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