Los lectores de publicaciones empresariales adoran los reportajes que contengan técnicas de cuantificación e indicadores de desempeño. Quizá por ello, no es común hallar artículos sobre la felicidad en estos medios, lo cual es crítico, porque gestionarla debería ser una de las actividades fundamentales de quienes manejan equipos de trabajo.

Sea posible medirla o no, la felicidad, propia y colectiva, debe estar en la mente de quienes han trazado una ruta al éxito. Desde que existe la humanidad, se estudia la felicidad, pero fue Epicuro, filósofo de la Antigua Grecia, quien la definió como lo único intrínsecamente bueno.

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Luego de dos milenios de aproximaciones teóricas, el interés en “gerenciarla” llevó al pensador Jeremy Bentham a aventurarse en un proceso de cuantificación, empecinado en que ésta era medible y comparable. Esas ecuaciones no cuadraron por completo, pero el testigo fue pasando a John Stuart Mill, Carl Menger o Robert Nozick.

Los rumbos convergieron cuando Richard Easterlin comprobó que los aumentos en la renta per cápita no incrementaban los “niveles declarados” de felicidad. Este hallazgo, consolidado en la paradoja que lleva su nombre, convenció al ambiente académico de desechar del cálculo a los terceros: la misma gente es capaz de manifestar cuán feliz se siente.

Desde ese momento, y hasta el sol de hoy, se han realizado miles de encuestas, comparaciones y publicaciones sobre el tema. Pero, ahora que la podemos medir, ¿somos capaces de gestionarla? Aunque hay mucha teoría sobre el papel, mi respuesta es que ni siquiera nos hemos acercado El asunto está en que tenemos siglos poniendo cifras a una esencia que no viene en un formato que se pueda medir.

La clave está en encontrar el gozo, en lugar de una búsqueda de la felicidad en sí. El gozo es una decisión, no depende del contexto. Es una actitud. La satisfacción y el placer ni se le parecen. Una analogía pudiera realizarse con la diferencia entre emociones, que son ardientes pero transitorias, y los estados de ánimo, que son duraderos pero moderados.

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El gozo al que me refiero es una sensación que supera lo carnal; si bien es deliciosa, no estoy señalando hacia una búsqueda de deleites cuyos extremos conduzcan a las adicciones. No hay espacio para la sobredosis en la felicidad. Asumo el gozo de esta manera porque se origina de un acto consciente y divino. Suena sencillo, pero no lo es.



El reto consiste en decidir qué nos alegra, lo cual tiene un sustento inequívoco en la gratitud. Nada de esto tiene que ver con una visión romántica o inocente de ignorar cuánto nos pueden doler los contratiempos, sino de aceptar que la felicidad no depende de complacencias primarias.

Esta visión es válida para las personas y para las organizaciones. Los estudios dicen que, desde un ingreso moderado, el dinero no produce modificaciones significativas en los niveles de felicidad expresados; algo similar sucede con otros elementos, como el estatus o la posesión de ciertos bienes. Aun así, disfrutar los placeres sin que éstos capitalicen nuestra atención requiere valentía.

La felicidad no perdona la cobardía, mucho menos cuando te enfocas en estímulos externos para subsistir. Para efectos individuales, la puedes gestionar dando prioridad a los eventos motivadores internos, que son los únicos que pueden establecer un cambio definitivo en nuestra vida.

Con tantas tentaciones a la mano en un mundo que pretende definirnos, se requiere de coraje para asumir un manejo de nuestra felicidad basada en eso que nos mueve por dentro.

 

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