Por Martin Lindstrom Capítulo 1 Avivando el deseo Cómo las puertas de los refrigeradores en Siberia y un centro comercial en Arabia Saudí crearon una web revolucionaria para las mujeres rusas. Imagínate un mapa del globo y date cuenta de que tu percepción del mundo gira enteramente alrededor de donde tú vives. No puedes evitarlo, y yo tampoco puedo. Es automático. El mapa del universo que tú y yo dibujamos, con nosotros dentro, crea un sistema de navegación inconsciente, un GPS conductual, que seguimos cada día. Nuestro mapa interno dicta si dormimos en la parte derecha o izquierda de la cama por la noche. Determina dónde nos ponemos cuando paseamos por la calle con un amigo o nuestra pareja. ¿Caminamos a su derecha o a su izquierda, más cerca del bordillo o de los edificios? En un nivel cultural más amplio, el lugar donde vivimos también determina nuestra puntualidad. Por ejemplo, en Australia, el anfitrión puede estar seguro de que sus invitados aparecerán 30 minutos tarde, frecuentemente con amigos al remolque de los que no le han avisado. En Suiza, los invitados siempre llegan a tiempo, y si prevén llegar cinco minutos tarde, se lo harán saber. Los invitados japoneses aparecerán media hora antes de cuando se les espera, y en Israel llegarán 45 minutos tarde. Nuestros mapas internos incluso determinan cómo aliñamos nuestra comida. En muchas partes del mundo occidental, el salero y el pimentero ocupan un espacio prominente en las cocinas y las mesas de comedor. Como todo el mundo sabe, la mayor parte de ellos son uniformes en apariencia: tres agujeros en el salero, y uno solo en el pimentero. Si tú vives en Asia, sin embargo, el número de agujeros es al contrario, con tres en el pimentero y uno en el salero, gracias a la popularidad de la pimienta. Esta observación, y otras que he anotado en un diario a lo largo de años, me ha hecho profundamente consciente de la colocación de los objetos dentro y fuera de los hogares. Los jardines hablan. Las aceras hablan. Los balcones hablan. Los buzones hablan. Ni hablar de que las paredes hablan. Mi misión es descifrar lo que las aceras y las peonías y las ilustraciones y las figuritas de piedra me cuentan sobre sus dueños. ¿Por qué está esa figura o ese póster colgado aquí y no ahí? ¿Qué pasa con la figurita de la lechuza, la colección de medallas, o de muñecas, o de burros de peluche, o la pared dedicada a fotos ancestrales? Dejamos estas pistas sobre nuestra identidad a plena vista, pero son universales y, en una era digital, son también indelebles. Un fenómeno del que me he dado cuenta une los dos. Hace una década o por ahí, cuando los teléfonos inteligentes y las tabletas consiguieron penetrar en masa en el mercado, se volvió obvio que, para los hombres y las mujeres de más de 40 años, era un desafío el uso de las pantallas táctiles. Estaban acostumbrados a pulsar las teclas de las máquinas de escribir, hundir los botones de apagado y encendido, tirar de palancas y girar picaportes. Llegaron a la mayoría de edad en un tiempo que requería un toque más pesado, algunas veces un agarre fiero. Hoy, por supuesto, el toque es, con más frecuencia, oblicuo y fantasmal. En aeropuertos a lo largo del mundo, pueden verse hombres y mujeres de una o dos generaciones de pie desamparadamente ante las pantallas táctiles de las terminales para hacer el chequeo, sin estar completamente seguros de cómo funcionan o qué tecla deben presionar. Mientras tanto, el niño de cinco años al lado suyo maneja la pantalla con la facilidad de un virtuoso. Estudiando las manchas de huellas dactilares en un teléfono o tableta, es fácil determinar la edad aproximada de su propietario. El cambio desde los picaportes y las llaves hasta un mundo cada vez más de pantalla táctil ha tenido varios efectos. Primero gracias a los procesadores de texto de las computadoras y las pantallas táctiles estamos perdiendo nuestra costumbre de escribir a mano. Segundo, como consecuencia de soportar la base de sus teléfonos inteligentes sobre sus rosados dedos, más y más adolescentes tienen una hendidura ahí. Tercero, como especie, he observado que nuestras manos se están volviendo más débiles. Estreche la mano de cualquier estudiante de instituto o universidad, y se dará cuenta de cuán débil es su agarre. Entre los hombres, los mensajes antaño sutilmente codificados en un apretón de manos (fuerza, sequedad, humedad, tamaño de la mano) puede que ya no sean relevantes. La pérdida colectiva de fuerza en las manos ha sido detectada por la ágil industria de gran consumo (bebidas de bajo precio), alimentos procesados y medicamentos sin receta. Es el principal motivo por el que los fabricantes de botellas están aflojando el agarre de los tapones, por lo que las manillas de las puertas de los coches de hoy día son más fáciles de abrir y por lo que los cajones de nuestras cocinas se deslizan más fácilmente. También puedes leer: Utiliza el poder del lenguaje corporal en tus entrevistas de trabajo Nuestros hábitos digitales están afectando incluso cómo comemos. En mi infancia, en Dinamarca, en los días de calor mis amigos y yo comíamos conos de helado de una forma predecible. Primero lamíamos el helado con un movimiento circular, como para sellar el cono. Continuábamos comiéndonos nuestro helado de esta forma y, una vez que el helado se acababa, nos terminábamos lo que quedaba, comiendo desde la punta del cono hacia arriba. Si nuestra cultura de hoy día puede definirse parcialmente por la necesidad de acceso inmediato, no es una sorpresa que el deseo de gratificación instantánea haya migrado también a nuestros conos de helado. Cuando viajo alrededor del mundo, me he propuesto observar cómo comen sus conos de helado los niños criados en un entorno digital. Hay menos espera; el concepto de “anticipación” ya no existe. En lugar de lamer alrededor de los bordes, la mayoría de ellos muerden el helado desde arriba. Acostumbrados a la carga rápida de las páginas web, los SMS y los correos electrónicos enviados y recibidos en segundos, quieren su helado ya. ¿Cómo afectará la ausencia de anticipación a las generaciones presentes y futuras? Es fácil idealizar el concepto de esperar durante semanas y, algunas veces, meses a que algo aparezca en una tienda, o en el correo, como pasaba en la década de los 70 y 80. Hoy lo tenemos ya. ¿Y luego qué? La anticipación acortada conlleva una menor gratificación y no puedo evitar preguntarme si los conos de helado de hoy día contienen la misma satisfacción que los que se comían los niños hace tres o cuatro décadas. Llamo a los adolescentes de hoy día la Generación Enchufe, o Pantallescentes, ya que constantemente buscan el enchufe de pared más cercano. El miedo a quedarse sin batería es como el ser desterrado a una isla desierta, abandonado por los amigos, forzado, quizás, a encarar quién eres sin un teléfono en tus manos. Cabe destacar que los teléfonos inteligentes son también responsables del aumento en el tiempo que necesitamos para empezar y terminar una comida en un restaurante. Estudiando metraje desde principios de la década de 2000 en adelante, el propietario de un restaurante en Nueva York que posteó un estudio de forma anónima en Craigslist estimaba que, en 2004, los comensales pasaban una media de 65 minutos en la mesa, una cifra que subió a una hora y 55 minutos en 2014. En 2004, de los comensales de una muestra de 45 personas, tres pidieron ser sentados en otro sitio. El grupo de muestra pasaba una media de ocho minutos decidiendo qué pedir. Los aperitivos y entrantes que pedían les eran servidos en seis minutos. Dos de los 45 clientes mandaron comida de vuelta a la cocina quejándose de que estaba demasiado fría. El comensal medio se iba cinco minutos después de pagar la cuenta. Una década más tarde, las cosas han cambiado. Hoy día, 18 de 45 clientes que entran a un restaurante preguntan si les pueden sentar en otro lado. Desde ese momento, sus vidas digitales toman el control. Los comensales sacan sus teléfonos y tratan de conectarse con el Wi-Fi más cercano. Buscan información o comprueban si alguien le dio un “me gusta” en su última actualización de Facebook, que es el motivo por el que, cuando el mesero les pregunta si están listos para pedir, la mayoría responde que necesita más tiempo. Veintiún minutos más tarde, están listos para ordenar. Veintiséis de ellos emplean hasta tres minutos tomando fotos de su comida. Catorce se sacan fotos comiendo y, si las fotos son borrosas o poco favorecedoras, las vuelven a tomar. Aproximadamente la mitad de todos los comensales pregunta a su mesero si les saca una foto de grupo y, mientras está en ello, le piden unas pocas más. La otra mitad manda su comida de vuelta a la cocina, afirmando que está fría (que lo está, ya que han pasado los últimos 10 minutos jugando con sus teléfonos en vez de comiendo). Una vez que pagan la cuenta, dejan el restaurante 20 minutos más tarde, frente a los cinco minutos de 2004. Al salir, ocho comensales están tan distraídos que chocan con otro comensal, o un mesero, o una mesa, o una silla. ¿Esto es un desequilibrio? Sí, y también es especialmente prevalente en la actualidad en los Estados Unidos. Las exageraciones culturales que trato de encontrar en mi vida profesional operan, tanto dentro de las sociedades, como entre las generaciones. Las sociedades sufren movimientos pendulares más o menos predecibles. En general, en Estados Unidos, a una administración republicana le seguirá una administración demócrata; en Reino Unido, los laboristas sucederán en el poder a los conservadores. Este reflejo inconsciente de compensar los “desequilibrios” afecta también a nuestros armarios. Una generación se decanta por los vaqueros ajustados y los nudos de corbata anchos, mientras que la siguiente favorece los pantalones más sueltos y las corbatas delgadas. Una oleada de jóvenes transitará por su adolescencia y su veintena pulcramente afeitada, y la siguiente opta por la pelusa o una barba desaliñada. Teniendo en cuenta la historia de Rusia desde la caída del Muro de Berlín, no pude evitar pensar en el asunto del desequilibrio cuando acepté un encargo complicado en una de las regiones más remotas del mundo. Mi viaje a la región más oriental de Rusia comenzó con una llamada telefónica que describiría como cinematográfica, sólo que el diálogo podría haberlo inventado un muy mal guionista. La voz al otro lado pertenecía a un intérprete de ruso-inglés que llamaba en lugar de su empleador, un empresario de Moscú. El empresario quería lanzar un nuevo negocio en Rusia con la meta de generar al menos 1,000 millones de dólares al año. Cuando planteé la pregunta obvia: ¿cuál es el negocio?, me dijeron que dependía de mí. Unos días después, el empresario y yo habíamos alcanzado un acuerdo: volaría hasta Rusia, pasaría varias semanas entrevistando a consumidores rusos, y vería si podía descubrir alguna, o quizás incluso más de una, necesidad o deseo nacional desatendido, con la misión de lanzar lo que ambos esperábamos que fuese un negocio rentable. ¿Cuál es la diferencia entre una necesidad de los consumidores y una necesidad nacional? Depende, pero ambas están con frecuencia entrelazadas. Un nuevo concepto de negocio en general tiene sus orígenes en una exageración o desequilibrio cultural (demasiado de algo o muy poco de algo) lo que indica que, o bien falta algo o bien está bloqueado en la sociedad. Mediante la recogida de fragmentos de pequeños datos, es mi labor averiguar cuál es la necesidad, y cómo podría atenderse. La identificación del deseo que crean estos desequilibrios es un proceso exhaustivo que puede durar dos días, un mes o incluso seis meses. La recogida de pistas casi nunca es lineal. Algunas pistas no llevan a ninguna parte. Otras son idiosincráticas, y potencialmente interesantes, pero irrelevantes para el proyecto en el que esté trabajando, lo cual no significa que no tengan valor, ya que una observación aleatoria puede algún día contribuir al lanzamiento de otro producto en un país a miles de kilómetros. Otras pistas más pertinentes pueden parecer lo suficientemente importantes para crear los cimientos de un concepto por completo, de principio a fin. Algunas veces, mis ideas son completamente erróneas, o la empresa para la que estoy trabajando rechaza mi idea como demasiado costosa o poco realista, y tengo que empezar otra vez desde cero. Pero de nuevo, ninguna idea u observación se desecha. Todo lo que vemos, oímos, tocamos, saboreamos y sentimos puede reciclarse, o reenfocarse, o verse en una nueva perspectiva un año, dos años, cinco años más tarde. Antes de ir a un país que no conozco bien, me impongo el plantearme unas cuantas preguntas. ¿Hasta qué punto la población (digamos, italianos, o australianos, o los franceses) se une durante una crisis? (Alternativamente, ¿cómo y de qué maneras, presumen de sus banderas las diversas culturas? En contraste con los suecos, que casi nunca presentan sus colores nacionales, los noruegos y los canadienses generalmente llevan una etiqueta con su bandera en sus mochilas, asegurándose estos últimos de que el resto del mundo no los confunda con estadounidenses). Una buena forma de responder a esta pregunta es estudiar a los nativos de estas naciones cuando están en el extranjero, y viajando como turistas. Cuando escuchan un acento o ven una vestimenta que les resultan familiares, los estadounidenses, o alemanes o canadienses, ¿se acercan o se alejan los unos de los otros? La resistencia a alinearse en el extranjero se deriva generalmente de dos cosas: el pequeño tamaño del país de origen (los noruegos, por ejemplo, están como sardinas enlatadas en su país), o las divisiones socioeconómicas internas de la nación. Típicamente, consigo ver partes de los países que la mayor parte de los turistas no ven. ¿Cómo se comportan los menos acaudalados con los que tienen más dinero o privilegios? ¿Cuál es el sentimiento alrededor de ellos: temeroso o relajado? También puedes leer: En los negocios, las palabras pueden decir nada Otra cosa que hago cuando llego a un nuevo aeropuerto es elegir un taxi conducido por un no nativo. Los residentes nacidos en el extranjero son más susceptibles de contar verdades sobre un país y su población que los nativos no pueden o no quieren contar. Un taxista nigeriano en Los Ángeles me dijo una vez que encontraba irónico que todo el mundo en la ciudad se aprestara a comprar regalos de Navidad para gente que en la mayoría de los casos no conocía. No tenía que decirme que un nivel tácito de culpabilidad y utilidad subyace a muchas amistades estadounidenses, especialmente en la industria cinematográfica. Dinamarca aparece regularmente en las listas de las revistas y las webs como “la nación más feliz de la Tierra”; sin embargo, cada año decenas de miles de ejecutivos de empresa dejan el país. En una nación de sólo 5.6 millones de habitantes, en la que una de cada cuatro mujeres danesas admite sufrir altos niveles de estrés, es difícil no creer que algunas listas pueden ser engañosas. Dinamarca es también un país donde, en multitud de hogares, las familias presentan juegos de trenes Brio en sus salones. Brio es el fabricante sueco de trenes y rieles de madera no motorizados, todos ellos de la mayor calidad. A primera vista es tentador pensar que las familias danesas no sólo son felices, y desean dar a sus hijos juguetes anticuados y bien hechos en lugar de iPads y videojuegos, sino que también celebran el alegre desorden que conlleva tener hijos. Pero, con el tiempo, empecé a darme cuenta de que ninguno de los trenes o los rieles Brio en ninguna de estas casas danesas mostraba evidencias de deterioro o degradación. Nadie jugaba con ellos en absoluto. Aquellas vías y pequeños, simples y bellos trenes eran como elementos de una puesta en escena, una instantánea superficial de adecuación que oculta niveles más profundos de malestar nacional. He trabajado y viajado por Rusia muchas veces en mi carrera profesional. Hay muchas cosas que me gustan del país, y de los rusos en general, siendo una de las principales su franqueza. Cuando haces negocios en Rusia, uno siempre sabe dónde se encuentra. He tenido cenas inquietantes con consejeros delegados rusos y sus colaboradores, durante las cuales el consejero delegado se refiere a las personas presentes en tercera persona, como si no estuvieran ahí, mientras que el resto de comensales asienten en sus sillas, sin objetar ni mostrar emoción alguna ni una sola vez. Hablando metafóricamente, si tú estás en medio de una negociación, un ruso sacará un puñal de un cajón que le quede a mano, haciéndote saber que el cuchillo está cerca. En Estados Unidos, el puñal descansa y está cerca, listo para ser usado días, semanas o meses más adelante. En Inglaterra, los británicos emplean lo que Margaret Thatcher llamaba “el enfoque del armario de cocina”. Son sonrientes, encantadores y educados hasta que llega el momento para que suceda la conversación real horas más tarde en la parte trasera de la cocina. En un análisis de más de 1 millón de datos sobre emoticonos a lo largo del mundo, sobre numerosas categorías, no fue sorprendente hallar que los residentes de Reino Unido tenían la mayor ratio de emoticonos “guiño”, un medio, quizás, de compensar su inusual reserva (para mí, los emoticonos son emociones condensadas, y un reflejo no sesgado del estado emocional, el desequilibrio y la compensación de una sociedad). El mayor inconveniente de Rusia, al menos para mí, es su falta de color. Estar en Rusia es como respirar un oxígeno diferente, y puedo sentir una sombra gris cerniéndose sobre mí en el momento que me monto en un avión para volar a allí. Nadie sonríe, o ríe. Si se pregunta a los rusos qué es lo que más les gusta de visitar otros países, dirán que es la visión de otra gente pasándosela bien. Fragmento del libro Las pequeñas pistas que revelan grandes tendencias (Paidós Empresa), © 2016, Martin Lindstrom. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

 

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