En 2013, el proyecto mimado del coronel Astor vuelve a iluminarse bajo los destellos del glamour de antaño. The St. Regis New York sacude los cimientos del lujo y sienta las bases de la nueva era de la hospitalidad.     Cuando Uma Thurman –vestida íntegramente de negro con accesorios dorados como epítome de elegancia, saludó con ademán etéreo a Paul James, Global Brand Leader de St. Regis, The Luxury Collection y W Hotels, los presentes fueron conscientes de que acababa de ser inaugurada la nueva era del glamour neoyorquino. En el corazón de Manhattan se celebró vivamente el legado de un allure atemporal, reciente obsesión de la nueva generación de luxury travelers. Al girar la perilla de la entrada a la suite que nos habían reservado nuestros anfitriones, sentimos algo intrigante y cautivador. En el aire flotaba el encanto inherente al Viejo Continente, pero lo cortaban ráfagas de brisa contemporánea. Pasado, presente y futuro perdían su significado y eran absorbidos por una nueva definición temporal. Como dijo el conejo blanco a Alicia: “Para siempre, a veces, es sólo un segundo”.   Murmullos y molduras neobarrocas Es 1880. Caroline Astor eligió a las 400 personas con las que compartiría su tiempo entre apellidos como Carnegie, Vanderbilt o Rockefeller. Cuatro centenas es el número de personas que, según Mrs. Astor, podían conversar cómodas en un salón. La lista está cerrada. La idea de “alta sociedad” sólo parece un divertimento superficial y anecdótico avivado por el lujo y la pompa, pero se convierte en objeto de deseo cuando se experimenta la adictiva sensación de “pertenencia a”. Caroline organiza veladas a la hora del té, cenas extravagantes a medianoche y eventos imperdibles durante la época dorada de la Gran Manzana. La matriarca del clan Astor crea —conscientemente o no— la primera expresión de la alta sociedad estadounidense a través de rituales que su hijo, Jon Jacob Astor IV, decide perpetuar en un proyecto donde recreará el boato, servicio y majestuosidad de los edificios europeos: el primer hotel St. Regis. Mientras el hotel izaba su estructura, Astor deliberaba indeciso el nombre de su propiedad hasta que un sobrino le ofreció la solución durante la visita a un lago en Nueva York: “¿Por qué no le llamas como este lago, Hotel St. Regis?”. No pudo haber sugerencia más acertada, pues encontró que el nombre honraba a François Regis, un monje francés del siglo xvii, santificado en el xviii y conocido por su hospitalidad para con los viajeros. En 1904, el imponente edificio neobarroco —monumental, simétrico y profusamente ornamentado— ubicado en el cruce de la calle 55 y la Quinta Avenida, se convirtió en punto de encuentro de veladas elegantes y nombres glamorosos. Nuestros anfitriones nos hablan de Marlene Dietrich, William Paley y su esposa Barbara (“Babe”), que vivieron largo tiempo entre sus paredes, y también Salvador Dalí junto a su esposa Gala y su ocelote —del náhuatl océlotl— mascota. Tras divorciarse de su primera mujer, Ava, Jacob escandalizó a la alta sociedad que había definido su propia madre casándose en 1912 con una joven de 19 años, Madeline. Ese mismo año, contando casi con cinco décadas de edad, la vida del coronel John Jacob Astor llegó a su fin. Él y su reciente esposa viajaban a bordo del infortunado Titanic. Sólo ella sobrevivió a la tragedia. Sin embargo, su legado no había hecho sino empezar.  hotel_stregis1 Nada es inalcanzable Nadie había imaginado los avances del innovador St. Regis en los albores del siglo xx. Termostatos, aire acondicionado, teléfonos, buzones de correo, elevadores adornados en bronce, mayordomos en cada habitación, biblioteca, cafés, un salón en el piso 18, soberbios porteros con sombreros de copa, flores frescas emanando un embriagador perfume… y cualquier solicitud resuelta al instante. John Jacob Astor IV quería que éste fuese el mejor hotel del mundo, y para ello definió un servicio personal de mayordomo que todavía hoy es inigualable: cumplir el deseo de cada huésped con la doctrina clara de que no hay solicitud inalcanzable o poco importante. Hay invitados que “repiten” mayordomo, pues conocen, comprenden y recuerdan cada petición con exactitud abrumadora. Paul Nash, director general del hotel, insiste en que es un sello distintivo de St. Regis Nueva York: “24 horas, siete días a la semana. Tenemos 30 mayordomos que hablan al menos tres lenguas cada uno y podemos comunicarnos con el huésped en un total de 38 idiomas”.   Lo atemporal es moderno Astor no reparó en gastos al construir St. Regis. Suelos de mármol de canteras de Francia, mobiliario Luis XV, candelabros de cristal, tapices antiguos, alfombras orientales y una biblioteca de 3,000 libros forrados en oro y cuero. Instaló dos hermosas puertas en la entrada realizadas en bronce bruñido, grandes chimeneas de mármol, techos profusamente ornamentados y un teléfono —inusual y extraordinario— en cada habitación. Además, se involucró en el desarrollo de ciertas innovaciones, incluyendo aire acondicionado, sistema de calefacción central, alarma de incendios… La aristocracia de la época identificó rápidamente este hotel como un verdadero hogar lejos de casa. A principios de la década de 1990 se llevó a cabo la primera renovación exhaustiva del hotel, cifrada en 100 millones de dólares. Hallamos entonces señales que dan un paso más allá en la apuesta por el lujo: reducir las habitaciones de 557 a 365 para hacerlas más espaciosas y confortables e incluir designer suites como Tiffany, Christian Dior y Orient. Materiales y piezas de mobiliario de más de 15 países —incluyendo 13 diferentes tipos de mármol— se requirieron para insuflar nuevos bríos a las históricas paredes del hotel. Seis años después del cambio de milenio, la propuesta estética quiso reforzarse y el diseñador Sills Huniford —predilecto de Tina Turner y Vera Wang— editó las formas y colores del nuevo St. Regis New York para transmitir un mensaje contemporáneo pero de esencia clásica. La suite Bottega Veneta hace su entrada en escena y presume de los toques únicos de Thomas Maier, véase almohadones de cuero intrecciato, cristalería veneciana y cachemir artesanal. Este 2013, el proyecto más querido del coronel Astor vuelve a iluminarse bajo los destellos del encanto de antaño. La sede de la firma en Nueva York sacude una vez más los cimientos del lujo y establece cómo será el glamour en la nueva era de la hospitalidad. Para ello, el despacho de arquitectura hdc, que ya transformó St. Regis Florencia, ha creado una estética que bebe de la fuente de elegancia clásica, se alimenta de filosofía moderna y se viste de materiales cosmopolitas que dialogan con las piezas más representativas del hotel, como los candelabros de cristal, las molduras originales del techo o los espejos con delicadas filigranas. En cada habitación imágenes de los fotógrafos Janet Arsdale y Hampton Hall alaban a la urbe por excelencia. Priman las dimensiones amplias y los espacios fluyen acomodados dentro de un antiguo corsé estructural que se beneficia de magnas alturas propias de un tiempo arquitectónico ya pretérito. La suite Real mezcla el estilo europeo y el espíritu americano, estampados exóticos y una colección de arte ecléctica. La Imperial es una cajita roja deliciosa. Mobiliario con siluetas orientales, acentos en oro y cristal tallado; detalles dignos de un emperador que ha surcado los mares en busca de tesoros inauditos. La suite Presidencial se describe a sí misma por las historias que su corta existencia atesora. Manuel Martínez, gerente del hotel, nos relata que su primer ocupante fue un joven de 18 años. “Quedó tan impresionado que la semana siguiente su madre viajó expresamente a Nueva York para ocupar la misma suite”. Los clásicos han de renovarse, pero sabiendo cómo. Si pierden su esencia en un vano intento de protagonismo sentencian para siempre su historia. Próximamente se acometerá la renovación del vestíbulo. Los queridos elementos clásicos brillarán más que nunca en su nuevo contexto contemporáneo y símbolos como el mural Old King Cole mantendrán viva la memoria histórica de St. Regis Nueva York. E, incitada por los juglares, la mirada atenta del Rey Cole seguirá observando los cambios generacionales del poder, viendo a la alta sociedad neoyorquina reunirse, celebrar… y conspirar.

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