Sin que nadie lo previera, a 23 años de la independencia de Ucrania de la URSS, Moscú ahora clama por los derechos de la minoría rusoparlante. La población, empobrecida e inestable, ve la inminente llegada de un conflicto.   Por Irene Savio /enviada   Kiev, Ucrania.- Miles de personas caminan por el suelo todavía lleno de cenizas por los enfrentamientos de las últimas semanas y se dirigen hacia el escenario metálico situado en el centro de la plaza Maidán Nezalezhnosti, donde un manifestante anima al resto con un megáfono. “¡Crimea es Ucrania! ¡Crimea es Ucrania!”. El resto aplaude, grita, silba, se entusiasma o se deprime, según las noticias que llegan de la península. La mayoría, apoyada por Europa y Estados Unidos, no entiende por qué su revuelta contra el régimen de Víktor Yanukóvich se ha convertido en la peor crisis, desde el fin de la Guerra Fría, entre Occidente y Rusia. Sentado en un café de Kiev, Oleh Shamshur, responsable de Asuntos Internacionales del partido UDAR y ex embajador de Ucrania en Estados Unidos, argumenta que en Moscú piensan que, desestabilizando Ucrania, obtendrán más concesiones para explotar los recursos del país. “No hay que olvidar que los gasoductos rusos pasan por aquí”, añade. Según datos oficiales de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), se trata de 38,600 kilómetros de gasoductos —heredados en su mayoría de la URSS— que pueden transportar 80,000 millones de metros cúbicos de gas al año, para el consumo doméstico de Ucrania y 142,500 millones de metros cúbicos al año para Europa. Pero, además, Ucrania también posee una red de oleoductos que suman 4,767 kilómetros de extensión , de los cuales 65% fue construido hace 30 o 40 años. Pero, en verdad, nadie sabe qué es lo que deparan los planes del presidente ruso, Vladímir Putin. Ni por qué motivo Moscú ahora clama por los derechos de la minoría rusoparlante ucraniana que ha vivido una vida relativamente sosegada en el país. En tanto, la revuelta se extiende. El 27 de febrero, una cincuentena de hombres encapuchados y armados con metralletas se presentó delante del Parlamento regional de Crimea; lo ocuparon, izaron la bandera rusa y, en pocas horas, obligaron a quien hasta ese momento había sido jefe de Gobierno de Crimea, Anatoliy Mogilev, a renunciar a su cargo. Acto seguido, asumió Serguéi Axiónov, ex militar y empresario. En las semanas siguientes, la crisis ucraniana parece una matrioska: en cada muñeca se abre otra crisis. En todo el país los pro rusos avanzan, la policía ucraniana los frena y, a posteriori, el espectáculo se repite. Una y otra vez. A Rusia, al menos en el frente económico, no le va mucho mejor. La bolsa de Moscú llegó a desplomarse 12% y las estimaciones de crecimiento del PIB ruso pasaron de 2.2% a 1.1%. Esto, al tiempo que Europa se mantiene inerme, mientras que Estados Unidos —cuyo intercambio comercial con Rusia es infinitamente inferior al de los socios europeos y que no depende del gas ruso—, levanta el tono. Pero es, en Crimea —la península regalada a Ucrania por el dirigente soviético Nikita Kruschev en 1954—, donde la tensión es altísima.   Los nuevos dueños de Crimea Evocando a los fantasmas balcánicos, el éxodo de tártaros y pro ucranianos, contrarios a la anexión de Crimea a Rusia, se hace realidad con el pasar de los días. La mayoría se va a Kiev y sus alrededores, y a las ciudades del oeste del país, cerca de la frontera con Polonia. Se trata, según cifras del gobierno ucraniano, de 3,500 personas; aunque lo cierto es que nadie sabe con certeza cuántos lo han hecho y lo seguirán haciendo. Tanto los tártaros — habitantes de Crimea desde el siglo XIII— como los pro ucranianos, son los que más denuncian casos de agresiones y ataques por parte de las llamadas autodefensas crimeas, milicias que, se sospecha, han sido integradas por ex presidarios. El episodio más grave es el de Reshat Ametov, un jornalero tártaro de 39 años y padre de tres hijos que desapareció el 3 de marzo y reapareció muerto dos semanas después. Human Rights Watch (HRW) ha pedido, sin mucho éxito, que se abra una investigación. Crimea es, de facto, un territorio en guerra. En los días previos al referéndum del 16 de marzo —en el que, según las cifras del gobierno crimeo, 97% de los habitantes votó a favor de la anexión de Crimea a Rusia, lo que posteriormente fue aceptado por Putin y el Parlamento ruso—, el Parlamento de Simferópol apareció completamente tomado, por encapuchados armados con kalashnikovs y uniformes sin insignias, que impiden el acceso. Y las ciudades de la península son patrulladas por bandas de hombres de entre 30 y 40 años y aspecto de pandilleros. Lo peor, quizá, lo afrontan los militares ucranianos desplegados en Crimea que, por un largo mes, resisten atrincherados en sus bases, sitiados por sus enemigos, en una guerra psicológica sin cuartel; esto es, hasta que, el 24 de marzo, Kiev capituló y les ordenó la retirada. Así pues, no todos los militares ucranianos vuelven a Ucrania y se pasan al bando ruso. Y ahí hay lógica en la posición de quien quiere ser parte de Rusia. Para entenderlo hay que ir hasta Sebastopol, bastión de la resistencia rusa contra los nazis alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Hacia allá nos dirigimos. En Sebastopol, uno de los principales focos de tensión en la península crimea, ven con horror que el nuevo ejecutivo ucraniano esté integrado por personajes como Aleksandr Sych, viceprimer ministro y miembro del partido de ultraderecha Svoboda. Esta acritud tiene varias razones. Remite, en particular, al trauma que generó en la población la ocupación nazi y en particular el sitio de Sebastopol entre 1941 y 1942, cuando el ejército de Alemania bombardeó esta ciudad, destrozándola. “Nunca más permitiremos que los fascistas nos ataquen”, declara Vladímir Vasilich, un veterano de guerra nacido en 1937 que cuando aquel conflicto se desató era un cadete del ejército soviético. El problema es que también afloran las dudas y sospechas sobre la identidad de los nuevos señores de Crimea. Antes de la toma de la península, el nuevo primer ministro crimeo, Serguéi Aksiónov, era el desconocido líder del partido Rusia Unida, que apenas había logrado 4% de los votos en 2010. Por su parte, el nuevo presidente del parlamento, Vladímir Konstantínov, es un acaudalado empresario que en los últimos años ha hecho su fortuna en negocios oscuros, vinculados con Moscú. Sin embargo, son ellos los que tienen que manejar la costosa transición de Crimea hacia Rusia. Un proceso que no se anuncia nada sencillo, pues de la noche a la mañana todo lo que antes estaba censado como ucraniano dejó de tener validez: las matrículas de los automóviles, las licencias comerciales, los contratos de propiedad inmobiliaria e incluso los códigos bancarios, lo que amenaza con causar daños incalculables a la población, a pesar de la ayuda de Rusia, país al que ahora le toca hacer frente a todos los problemas de la economía crimea, que además está estrechamente vinculada a Ucrania, como demuestra que el 80% de la electricidad y el 80% del agua potable lleguen de ahí. Así, Crimea se va a Rusia y Ucrania sigue inmersa en sus crisis.   El FMI no aprende Finales de marzo. Mendigos y decenas de hombres y mujeres con pocos recursos esperan su turno para recibir una porción gratuita de comida en la plaza Nezalezhnosti, corazón de Kiev y de la protesta de Maidán. Nadie parece verlos. Desde el inicio de la aumento del impuesto sobre la renta del 15% al 25% y un recorte gradual en el número de funcionarios públicos, según explicó el primer ministro de Ucrania, Arseni Yatseniuk, en una comparecencia en la Rada Suprema. La medida más dura ya la había anticipado un día antes el nuevo jefe de Naftogas —firma que administra el gas en Ucrania—, Yuri Kolbushkin, al anunciar un aumento medio del gas doméstico de 50%, a partir del 1 de mayo, a lo que seguirán otros incrementos de precios hasta 2018. Es decir, hasta que no se eliminen buena parte de los subsidios heredados de la época soviética, no habrá, al menos de momento, reestructuración de la deuda, sólo medidas focalizadas al déficit. Así, algunos analistas dudan de la receta del FMI. “Las medidas de austeridad del FMI, que ya agotaron a países como España y Grecia durante la crisis del euro, amenazan ahora con desestabilizar aún más a Ucrania”, opina Olena Bilan, economista del banco de inversión Dragon Capital. Las cifras socioeconómicas explican por qué hay quien cree que estos ajustes quizá salvarán a Ucrania, pero difícilmente a los ucranianos. Según el centro de estadísticas UKRSTAT, en este país el salario medio mensual es de 303 euros, la economía sumergida alcanza 50% del PIB y la pobreza y desigualdad social se extienden de forma grave, en particular en las zonas rurales. Además, según los analistas, si bien la tasa de paro es baja (en torno a 7%), esto refleja un escaso interés en registrarse en las oficinas de desempleo del país, en el que viven 45 millones de personas. Sólo 20 millones es población activa laboralmente. Y, a nivel macroeconómico, las cosas no van mejor. De hecho, el nuevo gobierno ucraniano anuncia para este año una contracción de 3% del PIB y una inflación de 14%. “El país está viviendo una doble crisis: la caída de la demanda interna y la caída de las ventas a Rusia, que era el principal socio comercial de Ucrania”, explica el economista Igor Burakovsky, director del Centro de Estudios Económicos de Kiev. Más aun, lejos del parloteo político, Occidente le da la espalda a Ucrania. Un ejemplo es el banco francés BNP Paribas, que anunció el recorte de 20% de su plantilla en Ucrania, el equivalente a unos 1,600 trabajadores. Igor, un joven de Lugansk, ciudad en la frontera con Rusia, aterriza los fríos análisis: “Es un catástrofe. Están cerrando fábricas en todo el país. ¿Quién nos ayudará?”. militares_ucrania1

 

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