Los errores catastróficos de los gobiernos pueden envenenar al mercado, como ocurrió espectacularmente durante la década de 1930 y, en menor medida, en la década de 1970.   Por Steve Forbes Una de las ideas más perniciosas y que contaminan más la comprensión económica —y la generación de políticas públicas— es que una economía es un mecanismo, como un automóvil, un tren o una planta de energía. Los comentarios están llenos de frases como la economía “se está sobrecalentando” o “necesita enfriarse” o “está cansada” o “necesita una sacudida” o “podría necesitar un estímulo”. Ésas no son metáforas inofensivas; encarnan la forma en que los economistas nos han enseñado a ver una economía: como algo que puede ser manipulado, guiado o dirigido. Ellos creen que el gobierno es quien debe estar detrás del volante y que debe asegurarse de que la economía se mueva a una velocidad constante, ni demasiado rápido, ni demasiado lenta. Todo eso es absurdo y tiene como resultado políticas gubernamentales intervencionistas dañinas. La única pregunta es ¿cuán perniciosas? Las economías no son máquinas. Como mi colega de Forbes.com John Tamny —autor del libro Popular Economics (Regnery)— y otros observadores ilustrados no se cansan de explicar, las economías son una colección de individuos, trabajando solos o en organizaciones. Puedes intentar predecir cuál será su desempeño en términos de productos y servicios, pero eso no significa que puedas controlar lo que todas esas personas —¡miles de millones de ellas!— harán. Lo que se pasa por alto o se subestima de una economía es la extraordinaria “agitación” en las actividades de un mercado libre. Nuevos negocios abren mientras otros cierran, constantemente. En Estados Unidos, durante tiempos normales medio millón de empleos o más puestos son creados cada semana, mientras que otro medio millón se pierde. Los empresarios lanzan continuamente nuevos productos y servicios, la mayoría de los cuales fracasa, pero aquellos que tienen éxito pueden mejorar significativamente nuestra calidad de vida. Lo que un gobierno puede —y debe— hacer es influir en que ese entorno tan dinámico sea posible. Las variables clave: fiscalización, política monetaria, gasto público y regulación. En casi todos los casos, la mejor receta para la salud económica es “menos es más”. Los errores catastróficos de los gobiernos pueden envenenar al mercado, como ocurrió espectacularmente durante la década de 1930 y, en menor medida, en la década de 1970. Actualmente vivimos en un periodo similar. Los desatinos de la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro y su debilitamiento del dólar en la década de 2000 llevaron a un falso auge de las materias primas, a la burbuja inmobiliaria y, en última instancia, al pánico de 2008-2009. El gobierno cometió otros errores, sobre todo con la regla de contabilidad a precios de mercado aplicada al capital bancario antes de la crisis financiera. Esa regla destruyó innecesariamente su capital cuando los bancos eran más vulnerables. Una vez que la política se revirtió a principios de 2009, a raíz de la presión del Congreso, el maltrecho mercado de valores comenzó a recuperarse dramáticamente. Otra serie de errores por parte de la Fed —la flexibilización cuantitativa, la Operación Twist y la política de tasas de interés cero— han estancado la actividad económica al frustrar los flujos habituales de crédito. El dinero fue dirigido artificialmente hacia el gobierno federal, Fannie Mae, Freddie Mac y las grandes empresas a expensas de los consumidores y las pequeñas y nuevas empresas. No, el dinero no bajó hasta la gente. Los errores de la Fed se han agravado por el alza de impuestos y una avalancha de regulaciones anticrecimiento provenientes de ObamaCare, el proyecto de ley Dodd-Frank y todos esos organismos reguladores de Washington, como la FCC, la EPA y la Junta Nacional de Relaciones Laborales. El concepto u objetivo de una economía que ronronea como un motor bien engrasado no mejora la creación de riqueza, la lastima. Conduce a una intervención gubernamental que retarda el crecimiento. Ludwig von Mises, un gran pero aún insuficientemente célebre economista del siglo pasado, señaló que el gasto público o la impresión de dinero para dar vida a una economía no tiene el mismo efecto que el bombeo de gas en un motor. Distorsiona las cosas, obstaculiza el progreso. El alivio cuantitativo, como puede verse, ha enriquecido a ciertos actores a expensas de los demás, lastimando la recuperación económica, lo que nos lleva a las burbujas, que son definidas como uniformemente peligrosas; sin embargo, las burbujas no son todas iguales: existen las saludables y las que no lo son. El tipo benigno se genera cuando mucha gente reconoce al mismo tiempo una gran oportunidad, a menudo en la tecnología. Los coches son un ejemplo clásico. Ha habido cientos de fabricantes de automóviles en EU; hoy hay sólo tres. Durante la década de 1980 hubo un auge del cómputo personal, pero luego vino una sacudida severa, y compañías como Atari y Commodore mordieron el polvo. A finales de 1990, una serie de empresas reconoció la importancia de los motores de búsqueda. Hoy, Google domina este espacio, con Microsoft y otros relegados a participaciones de mercado fraccionarias. Más recientemente hubo una serie de nuevas tiendas especializadas en cupcakes, cuyo número ahora se ha reducido. El auge de burbujas benignas son signo de una economía creativa, innovadora y vibrante. Los excesos son finalmente expulsados, y el capital se reasigna a las oportunidades más prometedoras. Los economistas han teorizado sobre los ciclos de negocios —los altibajos de una economía— durante más de 200 años. La mayoría ha tratado el fenómeno como una enfermedad, algo que puede curarse, en lugar de como un flujo normal en un mercado libre, donde lo que la gente podría querer es creado y lo que la gente no quiere es destruido. Esto es cierto para las nuevas industrias como lo es para los minoristas que bajan los precios para deshacerse del inventario no deseado. Los ciclos económicos son una mera característica constante de la vida cotidiana en un mercado libre. Tratar de evitar este proceso, conocido como destrucción creativa, conduce al estancamiento. Ejemplos perfectos de esto son Europa y Japón, cuyos gobiernos intervencionistas han tratado de preservar las cosas como son. Esto no es nada nuevo. Durante siglos, China, Japón y lo que antes se llamaba el subcontinente indio resistieron activamente los cambios del statu quo económico. Experimentaron una gran agitación política y militar, pero los ritmos de la vida económica cambiaron poco. Por varias razones, Europa (con la evolución de su herencia judeocristiana) rompió decisiva y dinámicamente ese patrón de estancamiento económico, tal como lo hicieron aquellas áreas en las que sus colonos se asentaron en gran número, sobre todo América del Norte. Los Estados europeos en los que la mano del gobierno era relativamente ligera —primero, los Estados del norte de Italia, luego Holanda y Gran Bretaña— vieron el desarrollo de los mercados de capital, los derechos de propiedad y los derechos políticos y las instituciones y costumbres que llevaron a la revolución industrial. El recién creado Estados Unidos llevó esos avances más lejos que nadie. Dos guerras mundiales en el siglo XX, la Gran Depresión y la Guerra Fría han puesto a esta extraordinaria evolución en peligro. Estos hechos dieron lugar a una enorme expansión de los poderes del gobierno, que nunca retrocedió de manera adecuada en tiempos de paz. Un número de observadores y políticos comenzaron a plantear la idea de que si un gobierno era capaz de movilizar los recursos de una sociedad para pelear una guerra, podría usar sus poderes para equilibrar el ciclo económico, poner fin al desorden de los mercados libres y crear prosperidad para todos. La catástrofe económica de la década de 1930 dejó a la gente recelosa de los mercados libres, dando lugar a la creencia de que eran inherentemente inestables. Pero fueron varios errores graves del gobierno los que llevaron a ese horrible periodo. John Maynard Keynes aseguró que la orientación sabia y activa del gobierno, que empleara la combinación adecuada de políticas fiscales y monetarias, podría generar prosperidad perpetua. Él, como tantos otros, vio a la economía como una máquina que no tiene por qué sobrecalentarse. Él minimizó la importancia de los empresarios, a los que despreciaba. Tener el control gubernamental de la oferta monetaria era la clave. Él estaba equivocado. Pero su peligroso legado —echa un vistazo al estancamiento global— persiste entre nosotros.
Steve Forbes es presidente y editor en jefe de Forbes Media.   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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