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Algo es evidente: el relevo generacional sigue su marcha, aunque da espacio para sorpresas. Me explico: llevamos ya tres lustros de la primera década del siglo XXI, y muchas de las grandes figuras no sólo se mantienen activas sino que se infiltran todavía en el territorio del rock mainstream, rock indie y rock con acné. Es cuestión de hojear titulares, y me limito a nombrar a tres de ellos: Bob Dylan, Neil Young, Leonard Cohen. Resumo: esta triada sigue mostrando poderes, sigue llenando estadios, sigue encabezando festivales tan monumentales como Rock in Rio, Coachella, Glastonbury, y sigue publicando álbumes asombrosos. (E insisto: aquí cabe The Rolling Stones, The Who, Bruce Springsteen, Robert Plant, incluso un fresita, aunque excelente músico, como Paul McCartney. Tampoco olvidemos a artistas de culto, los que prefieren recintos más íntimos, como es Tom Waits.) Pues sí: lo que estamos viendo es el poder de las leyendas. Es lógico: los grupos y solistas con décadas de vida tienen un peso específico, importante, envidiable (sí: casi inalcanzable), al que no pueden aspirar artistas más recientes. Así que llegan a esta vorágine del Siglo XXI —así, con mayúscula— con reputaciones demasiado gigantes. Se ven y se saben sobrevivientes. Y lo son. Lo mejor: varios de ellos —aclaro: no todos— han sabido envejecer con suficiente dignidad, y sin dejar de producir. Por ejemplo, Cohen dejaba entrever hace poco que le atormenta pensar, ¡aun hoy!, que sus nuevos temas no estén a la altura. Sí: hasta en su exigencia creativa, él sigue siendo un modelo inalcanzable. Y me detengo aquí, para hablar brevemente de esta triada poderosa.§§§
En febrero de 2015, Bob Dylan sorprendió con un disco dedicado al cancionero de Frank Sinatra. En efecto, parecía broma: una de las voces más antiestéticas en el rock homenajeando a una de las voces más impresionantes de la canción. Lo increíble: el álbum es sensacional. Abrevio: Shadows in the night contiene diez piezas, mayormente desconocidas, del cancionero del gran mito, con un envoltorio muy distinto: Dylan prescindió de las grandes orquestaciones originales y prácticamente las semidesnuda, casi con un toque minimalista y con una fuerte carga al contrabajo. Queda claro que ese Dylan es un vivillo, un genio también; lo viene demostrando desde su advenimiento allá por los sesenta, y desde su resurrección a partir de la década de los noventa: casi puros discos excelentes. Y éste no es la excepción. Es un álbum astuto, pues, además de su derruida garganta, extrae una voz frágil y sutil y doliente y, al mismo tiempo, reconfortante y esperanzadora y espectral… Es la voz de un hombre de 74 años que puede mirar de frente a su pasado. Aunque quizá no lo planeó de esta manera, Shadows in the night queda ya como el primer material —de 2015— que podría tomarse como un homenaje por el centenario del natalicio de Sinatra, que se cumple en diciembre próximo. Eso sí: en mayo, Leonard Cohen no quiso quedarse a la zaga: flamante álbum con dos canciones nuevas, y lo restante —que en él esa palabra no enchufa—, versiones actuales de antiguos temas, grabadas durante tramos de su gira de 2012-2013. Hablo de Can’t forget: a souvenir of the grand tour. No me hagan mucho caso, pero el disco es un bálsamo. Contrarresta el mal gusto que priva hoy en la música. (¡Y vaya que si abunda, y llega por todos lados!) Para fortuna, Leonard está exento de eso. Aquí se cuela una versión de la amorosa “La manic”, escrita por el quebequense Georges Dor (“algunas veces pienso en ti con tanta insistencia/ que recreo tu alma y tu cuerpo”), así como una versión de la introspectiva “Choices”: un escalofriante country que nos recuerda lo frágil de las decisiones, escrito por Billy Yates. ¿Y las dos nuevas rolas? Ambas imperdibles: en “Never gave nobody trouble”, un calidísimo blues, Cohen canta (con esa voz tan suya, tan imponente, cincelada por la vida misma, y que en este álbum está más seductora que nunca): “I never gave nobody trouble,/ but it ain’t too late to start!” Lo confieso: quién sabe cuánto tiempo yo siga por estos rumbos, por este soplo de vida, pero qué reconfortante es saber que ahí está Leonard Cohen. La verdad. Concluyo: si Dylan fue en febrero y Cohen fue en mayo, el imparable Neil Young ha escogido el penúltimo día de junio para poner en circulación su nuevo álbum, que lleva por título The Monsanto years. Y mejor sujétese: el canadiense retorna a su vena más politizada. Adivinó: The Monsanto years es un nuevo disco conceptual de protesta contra la multinacional de los pesticidas y los alimentos genéticamente modificados. Y no solamente contra ésta: despotrica y denuncia, con esa lengua filosa, las prácticas abusivas y las posturas comerciales e ideológicas de otras grandes corporaciones como Walmart o Starbucks. Las tres compañías, por cierto, ya le han respondido con respectivos comunicados. (El debate está abierto.) Musicalmente, The Monsanto years es Young en estado puro: guitarras afiladas, guitarras de palo, ese sonido inconfundible de su armónica, detallitos con la steel guitar, y coros pegadizos que dan forma a un rock agreste, de raíz, bucólico, seco y poderoso. (Cierto: nada nuevo bajo el sol, pero ni falta que hace.) Al canadiense le acompañan esta vez Promise of the Real, la banda conformada por los hijos del legendario Willie Nelson, Lukas y Micah. Aquí aclaro: no es la emblemática Crazy Horse —el grupo que ha tenido tantas aventuras con Young—; sin embargo lo hacen muy bien los chavales. Dos cosas quedan en claro: aunque no es precisamente su mejor disco —digamos que está en la media—, Neil Young sigue demostrando que con 69 años a cuestas aún se puede ser un indómito, y un incombustible, y un férreo crítico del sistema (ya económico, ya político). Algo más: en los tres últimos lustros, entre esta triada han editado alrededor de 25 discos. Lo dicho: seguimos en el reinado de los clásicos (o casi). Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @Pepedavid13 Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.