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Era fácil entender por qué el público se enamoró de Han Solo, el personaje interpretado por Harrison Ford en la original Guerra de las Galaxias. En una película donde el bien y el mal parecían no tener puntos medios, era el único que parecía romper con el molde. Un forajido que busca aprovecharse de cada ocasión para su beneficio personal, para, al final, demostrar que en realidad podía interesarse por otras personas y no sólo por su mascota/chofer/compañero Chewbacca. Era un cretino encantador, en pocas palabras. Han Solo: Una historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018) es la segunda película en la antología creada por Disney para intercalarse con los episodios centrales de la saga creada por George Lucas. El primero fue Rogue One (2016), donde se explicaba cómo un grupo de rebeldes se hacía de los planos de la Estrella de la Muerte. En un universo cinematográfico lleno de detalles y oportunidad, la lógica de Disney parece ser la de apegarse lo más posible a lo conocido. Solo comparte el mismo punto flaco de muchas secuelas: una necesidad por explicar todo lo mencionado con anterioridad (¡ah, entonces el adorno del Halcón Milenario no es fayuca!) y la imposibilidad de poner en verdadero peligro al personaje principal porque, vamos, sabemos de antemano que sobrevivirá, por necesidad tiene que vivir para disfrutar de las aventuras que hemos visto. El equilibrio entre lo original y las ocurrencias para explicar las leyendas dichas sobre Han Solo en Star Wars es precario. La cinta arranca mostrándonos cómo Han logro salir de las calles de las horribles calles de Corellia, un ghetto planetario lleno de pobres y crimen, e inició sus aventuras como forajido intergaláctico. Así conoceremos a su primer amor, Qi’ra (Emilia Clarke), sus días en el ejército imperial, cómo conoció a Chewie y un par de pillerías más, en esencia, todo aquello que se mencionó previamente sobre el personaje.
Eso lleva al guion a no desarrollarse de manera orgánica. La preocupación del equipo está puesta en ceñirse al canon impuesto por Disney y su equipo de productores, por eso no sorprende la decisión de la casa productora de deshacerse durante el rodaje de Phil Lord y Christopher Miller (LEGO: La película), cineastas conocidos por improvisar gran parte de su material en el set, y que su reemplazo sea Ron Howard, un realizador competente y aplicado (Frost/Nixon, Rush: Pasión y gloria), aunque pocas veces inspirado (El código Da Vinci, Cinderella Man). En el libreto se suceden acciones y aparecen personajes que tienen poco tiempo para desarrollarse, las escenas se apresuran al grado de que si este no fuera un producto de Star Wars sería complicado saber a fondo qué sucede en realidad. El “cuidado” al legado de George Lucas más que una muleta es una estorbosa cadena en los pies, una serie de puntos que se deben cumplir al pie de la letra. ¿Han ayudó a los rebeldes? Entonces, ¿por qué se resistía tanto a participar con ellos después? Han Solo, como Ron, resulta una aventura espacial anodina, que recuerda más a la segunda trilogía de George Lucas que al arriesgado, si bien frustrante, trabajo de Rian Johnson en el Episodio VIII. Las fallas de El último jedi eran una bocanada de aire fresco en una franquicia que se empeña en no salir de sus esquemas dominados. Ahí están las referencias al western (el extenso robo al tren, un stand-off entre pistoleros) y ese aire de cine clásico Hollywoodense a lo largo de la película (si alguno piensa en Casablanca, igual y no está tan errado). Esta historia de Star Wars es, verdaderamente, un producto de su tiempo. Pensado para generar ganancias y nada más. Es complicado descubrir que el cretino más famoso de una galaxia muy muy lejana en realidad nunca fue tal.   Contacto: Twitter: @pazespa Tumblr: pazespa Página web: Butacaancha.com Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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