La semana que comprende los días posteriores a Navidad y los previos al Año Nuevo hay una especie de calma que contrasta con la actividad y el furor de la cotidianidad. Habría que aprovecharla. Parece que las musas se liberan y que se quieren hacer un espacio en nuestra mente para ayudarnos a reflexionar qué queremos y qué no queremos hacer con al año que está por comenzar. 

Esta meditación tiene dos vertientes: los que creen que es insulso hacer propósitos, porque a las tres semanas la lista ya quedó olvidada y los que creemos que esta introspección nos presenta la oportunidad de planear no nada más lo que queremos hacer sino lo que queremos ser.

Evidentemente, nuestros sueños se mezclan con la realidad que tenemos frente a nosotros mismos. El diseñador español Juan Duyos quien está celebrando veinticinco años de carrera expresa: “La paz viene cuando te serenas y entiendes lo que eres y lo que sabes hacer”. La contundencia de sus palabras radica en la claridad que pronuncian. Se trata de entrar en la profundidad de nosotros mismos y contestarnos ciertas preguntas, antes de iniciar con nuestra lista de propósitos. Por ejemplo, hay cosas que uno sabe de antemano: nos gusta el aire libre o nos gustan los espacios cerrados, preferimos la penumbra o la luminosidad, nos sentimos más a gusto trabajando en solitario o en equipo, presencial o a distancia.

Para empezar nuestra lista de propósitos de Año Nuevo, una buena idea es que escribamos acciones que no sean tan grandilocuentes, porque si no vemos avances, lo más seguro es que las abandonemos al olvido. Por supuesto, sería magnífico plantearnos acabar con la pobreza, limpiar los océanos, erradicar el hambre en el planeta. No obstante, esos objetivos se en poco alcanzables. Si elegimos algo que no sea tan inconmensurable, podremos realizarlo.

Es decir, nuestros propósitos han de tener tres características sin las cuales no podrán ser admitidos en nuestra lista. Deben ser: 

a) Medibles

b) Observables 

c)y deben de ayudarnos a ser mejores. 

Estas características nos traerán la satisfacción de entender si los estamos logrando o no y nos permiten evaluar cuáles fueron los factores que no nos dejaron llegar a la meta y que grado de avance tuvimos.

Si son medibles, podemos darnos cuenta de que tan cerca o que tan lejos estuvimos de alcanzarlos. Además de ver los adelantos que hicimos, el hecho de poderles seguir la pista nos mantiene interesados en lograrlo y si algún día no llegamos, sabemos que al día siguiente nos podemos poner a mano.

Si son observables quiere decir que estamos llevando a cabo actividades tangibles que empezarán a dejar huella en nuestra cotidianidad. Cuando nuestros propósitos se notan —los notamos nosotros y los notan los demás— hay un grado de satisfacción que nos impulsa a seguir realizando nuestros propósitos.

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Si son para ayudarnos a ser mejores, nos estamos impulsando a un mejor estadio en nuestros diferentes aspectos de la vida: el personal, el familiar, el laboral y ¿quién no quiere estar mejor que antes? Nuestros propósitos pueden estar vinculados con nuestra salud, nuestras relaciones interpersonales o nuestras aspiraciones de realización.

Pero, todo parte de esa honestidad con la que nos debemos observar. Estos propósitos tienen que ser nuestros y no estar diseñados para agradar a alguien más. Me refiero a que, nuestros propósitos son personales. Claro que tienen que estar en concordancia con nuestra realidad, no obstante, eso no significa que son los proyectos de nuestro jefe, de nuestra pareja o familiares, de nuestros amigos o de alguien que pasó por ahí y nos dijo que anotar esto o aquello sería muy bueno. El mejor consejo y la mejor elección vienen desde el centro de nosotros mismos.

Se trata de escucharnos a nosotros mismos, de aprender a entendernos y concebir nuestros propósitos de un modo menos apoteósico y más empático. Se trata de disfrutar, como cuando vamos a comer a nuestro restaurante favorito. Es evidente porque el disfrute debe ser parte de nuestra lista de propósitos, nadie hace lo que no le gusta. Si nos damos cuenta, el hecho de vivir procrastinando nos da la clave de que estamos dedicados a lo que no nos causa ningún gozo, ni nos plantea un mejor reto, ni nos lleva a un mejor lugar. Cuando logramos confeccionar propósitos que nos llenan de alegría, somos afortunados. Claro, la fortuna la tenemos que labrar nosotros mismos.

Cuidado, no me refiero a esos cambios radicales que nos dejan en una situación peor que en la que estábamos. No es una invitación a clavarnos un tenedor en el ojo, sino todo lo contrario. Es entender nuestros impulsos y los ambientes que propician la irrupción de la sensación de plenitud. Es estar atentos a aquello que sabemos hacer bien y que nos da felicidad hacerlo.

El chiste de nuestras listas de propósitos de Año Nuevo reside en no tirar la toalla, en plantearnos metas que logrables. Es decir, no se trata de decir, voy a bajar de peso sino de expresarlo diferente: quiero perder tantos kilos. En vez de expresar el deseo de tomar más agua a diario, fijarse una meta de ocho vasos de agua y darle seguimiento. Si quiero rescatar del olvido a mis familiares o a mis amigos, marcar un día para ponernos en contacto: salir, visitar, hablarles y pasar tiempo de calidad con ellos. Plantearnos retos profesionales que nos sean satisfactorios orientados a lo que queremos hacer y ser el próximo año.

Es importante que nuestra cotidianidad no irrumpa contra nuestros propósitos. Es mucho mejor cuando no tenemos que navegar contracorriente. Por eso, lo primero que podemos hacer es ponernos atención, ver nuestros gustos, nostalgias, anhelos y poner nuestra imaginación en juego para emprender ese camino sin soltar la mano de esos propósitos que nos planteamos en estos días. La semana que comprende los días posteriores a Navidad y los previos al Año Nuevo hay una especie de calma que contrasta con la actividad y el furor de la cotidianidad. Habrá que aprovecharla.

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