El 1 de diciembre de hace un año, Enrique Peña Nieto llegó a San Lázaro escoltado por el Estado Mayor (EM). Era la despedida de un sexenio que inició con el empuje reformista del Pacto por México y que terminó derrotado como nunca en la historia del viejo régimen.

El presidente Andrés Manuel López Obrador llegó en su auto Jetta, sin EM,  marcando, ya desde ese momento, una brecha grande entre el pasado reciente y el horizonte del futuro. 

Y no es que no hubiera seguridad, porque la había mucha, establecida en cordones y vallas, custodiados por militares, vestidos de civil,  a lo largo de toda la avenida Congreso de la Unión. Varios puntos de revisión servían para detener o permitir el paso hacia la Cámara de Diputados.  

Este año, hay que reconocerlo, ha sido también el de los símbolos, los que se van y los que llegan. 

Se desmotó una parte amplia de las ceremonias alrededor del presidente de la República, pero se inició un proceso de concentración del poder como no lo veíamos desde los años setenta, cuando José López Portillo echó mano de todas las herramientas del poder político, en medio de una de las crisis económicas más severas. 

Durante 2019 se perdió investidura, pero se ganó en poder. Quizá este sea uno de los rasgos más notables del actual gobierno, donde además hay una clara estrategia para apropiarse de los órganos autónomos o de debilitarlos. 

El presidente López Obrador ha sido claro al señalar que él considera que los gobiernos, de Miguel de la Madrid hasta Peña Nieto, son los responsables de la situación en que se encuentra el país, en materia de pobreza y de seguridad. 

Por eso, quizá, es que considera indispensable el desmonte del entramado constitucional que reformó al presidencialismo mexicano en las últimas décadas.

Si bien los gobiernos de fin y de principios de siglo deben ser evaluados en toda su complejidad y en la que existen errores notables, también lo es que una de sus virtudes consistió en permitir, e incluso impulsar, un sistema de partidos con instituciones electorales fuertes. 

Ahí radicará uno de los centros de la disputa política de los próximos años, y en los que se definirá el futuro del país. 

Pero para lograr la transformación que anuncia López Obrador, por más incierta que sea, se requerirá de resultados en dos materias que por ahora arrojan cifras negativas: la economía y la seguridad.

Aunado a ello, es indispensable que en 2021 ratifique su mandato con una mayoría legislativa que le permita reformar la constitución con mayor holgura con la que ahora cuenta. 

Es previsible que se articule una oposición para impedir que esto ocurra y en todo caso para conducir un reencauzamiento institucional, desde el poder legislativo. 

Un reto, y alto, porque otro de los rasgos de este año que termina, es el de partidos casi silenciados, detenidos ante la oleada que significa el partido en el poder. 

En fin, un panorama contradictorio, en el que la llegada de formas distintas para hacer política (aunque con una clara añoranza del nacionalismo revolucionario), no dejan de ser, todavía,  poco más que un acertijo.

 

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