Mientras que en México el gobierno tiene capacidad para imponer su voluntad, el estadounidense vive a merced de su congreso.     Es interesante observar a México desde el debate que tiene lugar en Washington. La crisis financiera que sobrecogió a Estados Unidos en los últimos años ha sido tanto política como económica, y ese compo­nente político la hizo particularmente distinta a nuestras experiencias en momentos similares. Ver a México desde Washington permite enten­der las semejanzas, pero también las diferencias. Ha habido dos debates en Washington a partir del inicio de la crisis en 2008: uno, sobre la respuesta necesaria y, otro, sobre las causas de la misma. La respuesta vino en la forma de un ambicioso programa de estímulo econó­mico que, sin embargo, fue administrado por la entonces líder del Congreso, cuyas deudas políticas dominaron la asignación de fondos. Así, el estímulo acabó siendo poco enfocado, mal calibrado y, por lo tanto, arrojó pobres resul­tados. El debate sucesivo, por los pasados cinco años, se ha dedicado a determinar si el estímulo debió ser más grande o si debiera haber uno adi­cional. Pocos reparan en el costo del estímulo o el inusitado crecimiento de la deuda pública. Sobre las causas de la crisis hay virtual consenso sobre que ésta comenzó en el sec­tor financiero y que en su gestación yacen los instrumentos que aglutinaban o “empaque­taban” hipotecas: en términos generales, los economistas coinciden en que fue la presión de diversos miembros del Congreso para obli­gar a los bancos a otorgar hipotecas a personas de bajos recursos lo que desató la crisis. Los financieros, siempre creativos (y saturados de incentivos perversos), idearon mecanismos para otorgarle créditos hipotecarios a perso­nas de bajos recursos a través de un instru­mento que permitía pagos muy bajos en los primeros años, pero que luego se incrementa­ban de manera súbita. Millones de personas tomaron esas hipotecas para luego abandonar las propiedades, precipitando la crisis. En sentido contrario a lo que se proponían los promotores del esquema, la crisis acabó concentrando el riesgo en un pequeño con­junto de megabancos. Además, la crisis generó una abismal brecha en la política estadouni­dense, impidiendo que se apruebe un presu­puesto en los últimos cinco años y propiciando inútiles confrontaciones entre los dos partidos políticos. Las encuestas muestran que ambos partidos han perdido legitimidad. A su vez, la izquierda del Partido Demócrata ha avanzado su agenda de mayor gasto y mayores impues­tos, a la vez que el Partido Republicano se ha dividido entre quienes procuran entenderse con sus colegas demócratas y quienes, desde la tribuna del “Tea Party”, proponen paralizar al gobierno en aras de disminuir su gasto y retor­nar a la estabilidad financiera. El primer gran contraste con la política mexicana reside en la capacidad del gobierno de actuar. Aunque los mexicanos nos que­jamos mucho, tanto en la época de las crisis financieras como en los años sucesivos, la gran característica del sistema político mexicano ha sido que el presidente cuenta con una enorme latitud para actuar y responder. Cuando Zedi­llo enfrentó la crisis de 1995, el Congreso votó todo el paquete que él propuso. En algunos casos, como el Fobaproa, hubo debate y con­troversia pero, al final, se salió con la suya. En contraste, Obama no ha podido avanzar sus iniciativas y su programa señero en materia de seguro de enfermedad continúa experi­mentando un retroceso tras otro. La diferencia entre los dos sistemas políticos es tajante. Una manera de interpretar las diferen­cias es observando los mecanismos de pesos y contrapesos que existen en ambas socieda­des. Mientras que en México el gobierno tiene capacidad para torcer brazos, comprar votos e imponer su voluntad, el estadounidense vive a merced de su Congreso y goza de pode­res relativamente modestos. En México, el gobierno emite decretos que, aunque critica­dos, se convierten en política pública, en tanto que en Estados Unidos el gobierno enfrenta a la Suprema Corte cada vez que abusa de su poder. La democracia tiene sus costos, pero también sus virtudes. Quizá la mayor de las diferencias reside en otra parte: en México los favoritos del régimen, en cada gobierno, tienen una desproporcio­nada capacidad para influir sobre el futuro, modificar la Constitución y avanzar sus pre­ferencias. Hay decenas de reformas consti­tucionales y secundarias que son por demás inadecuadas, contraproducentes y viciosas, que se deben a individuos dentro del gobierno que, al no tener contrapeso alguno, acaban imponiendo sus preferencias personales. Estados Unidos tiene problemas, pero tiene un sistema político que protege al ciudadano de los peores excesos. En México esa pro­tección es por demás dudosa. La democracia tiene costos, pero la ausencia de contrapesos es quizá la medida más clara del subdesarrollo que observamos en la vida cotidiana.   *Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

Siguientes artículos

EBay pide vetar la propuesta de Carl Icahn
Por

La compañía dijo  que vender sólo parte de PayPal retendría los beneficios en solitario, mientras que de tener eBay y la...