Puede sentirse en el ambiente. El temor fundado va y viene como cepa variante con tanto vuelo, como la incertidumbre o la confianza de ocasión lo dicten. Lo cierto es que todavía nos resistimos al cubrebocas como prenda de vestir. Guardamos distancia social a conveniencia, (como cualquier otra práctica social). Los edificios de oficinas corporativas voltean a ver los próximos años con duda y se preparan para una estratégica adaptación residencial.

Hemos descubierto que el gel antibacterial también es proclamado antiviral, pero el hecho es que no solo protege, sino que también quiebra las manos. Ha quedado clara la contundencia del abrazo y la magia del apretón de manos, cuando antes se hacía por costumbre autómata y con la menor de las sorpresas. Lo creemos aunque la vista lo desacredite: el mundo está allá afuera, pareciendo tan inocuo, extrañándonos del todo.

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Los hospitales y sus oleadas de ocupación se han vuelto los indicadores sobre los que uno puede depositar su confianza. La utopía de pretender tocar lo menos posible durante el viaje por la jornada diaria. El home office tan anhelado parece un bucle de una escena en la que uno se ve forzado a trabajar en domingo. La política de emergencia nacional se siente más, un despliegue de disparates y medidas improvisadas con un —nada honroso—liderazgo en decesos y contagios, aún partiendo de inverosímiles cifras gubernamentales.

Festejamos la menor caída en tendencias de infección, acto que lleva a abrir en la misma proporción la puerta hacia la extrañada normalidad. Las fiestas de los vecinos nos hacen replantear el significado de los conceptos “timorato” y “resiliente”. Todos cuentan una historia de terror cercana, sin importar si se cuentan dentro de los 229 millones de infectados al día de hoy.

La demagogia también levanta la mano para pretender acaparar protagonismo con la vacuna “Patria” (hecha en Nueva York) de la cual —como varias promesas— nada más se supo. La fatiga del personal médico de primera línea aún no cede, pero ya no es tema de conversación. Los niños requieren amparos para ser vacunados, luego de que una variante los ataca de manera mucho más frontal, y aún así, no hay planes para atenderlos. Como otro signo de nuestro portafolios de contradicciones, hay mascarillas que van, de los 10 a los 900 pesos.

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Un nuevo trastorno obsesivo compulsivo se incorpora al álbum de colección: limpiar y desinfectar. El estornudo o tosido en público se ha erigido en falta social si, no se mitiga bajo el debido protocolo. El puñado de médicos que se atrevieron a retratar la situación que experimentaban —y por lo cual fueron castigados— siguen tratando de apoyar a como dé lugar. La extraña aspiración viral de los contenidos sociales obedeció —por primera vez en la historia— de manera generalizada a todos los países del planeta.

Una palabra tan inocente y hasta bonita como “Covid” se ha vuelto pesadilla económica y social. Hablar en público ahora es mejor si se hace por Zoom, Webex o Teams. Puede más una intención electoral que el sentido común para definir quién y cómo se vacuna. La dependencia de unos con otros —países pobres o ricos, personas prestadoras de servicios o consumidoras— ha vuelto a izar la bandera del altruismo en diferentes estratos.

Pocos son los que se atreven a vaticinar una posible fecha del fin de la pandemia, empezando por el hecho de que aún no se tiene claro qué se entiende por “fin de la pandemia”. Pero si uno tiene que subirse a un avión, verá que estos vuelan llenos.

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Contacto:

Eduardo Navarrete se especializa en dirección editorial, Innovación y User Experience*

Twitter: @elnavarrete

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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