Esta es la era de las víctimas. Las encontramos por todos lados: en el pasado, en el presente y en el futuro. En paralelo, tenemos que encontrar a algún culpable para hacer el match perfecto. El objetivo no es encontrar una solución, un responsable o una causa sistémica, sino un culpable. 

Ser víctima o abogar por una supuesta víctima es chic. Encontrar a un culpable y quemarlo vivo en las redes es genial y políticamente correcto. 

En los años sesenta se inició un gran movimiento en pro de los derechos de las minorías o de los más débiles. Tuvo un gran éxito en los países desarrollados e incluso en el resto del mundo.

Los sistemas judiciales se enriquecieron y el debate político se amplió. No todos los temas se han resuelto, pero cuando menos hay un reconocimiento a la diversidad racial, a la diversidad de género, a la diversidad cultural, a la libertad sexual y a la igualdad entre hombres y mujeres. 

Sin embargo, una parte de ese movimiento ahora se ha vuelto intolerante, demandante e inquisitorio. La minoría ya no sólo exige reconocimiento sino superioridad. La minoría, exaltada como víctima, ahora trata de imponer una visión sobre el resto de la población.

Para esta corriente extrema, los homosexuales no son iguales, sino superiores; la mujer no es igual sino superior al hombre; la piel morena no sólo es igual, sino superior a la piel pálida; el pobre no sólo es igual, sino superior al rico. 

Todos ellos son víctimas de otros y el gran culpable suele ser el hombre blanco, heterosexual, que cree en la democracia y en el mercado, que trabaja para ganarse la vida y que aboga por la igualdad en las oportunidades y no por la igualdad en los resultados. 

En México, el indígena no sólo es igual, sino superior al mestizo; el pobre no es igual al rico, sino moralmente superior; el nini es un rebelde incomprendido y el neoliberalismo tiene la culpa de todo. 

No se trata de reconocer y ayudar a la supuesta víctima, sino de ensalzarla, idealizarla, idolatrarla y eternizarla. La víctima es superior al victimario y quien la defiende es superior a todos los demás. 

El supuesto perpetrador nació en el pecado original. No hay forma que logre expiar su culpa o reparar el daño. Debe soportar la ira de las redes por los siglos de los siglos; debe arrodillarse y pedir perdón públicamente, aunque no entienda bien de qué se trata todo esto.

Lo que aprendimos con el movimiento en favor de los derechos humanos en los sesenta es que nadie tenía la culpa de haber nacido pobre, incapaz, homosexual o con pocas oportunidades en la vida.

Hoy, esta minoría exaltada y furibunda no perdona a nadie que haya nacido blanco, rico, inteligente, ambicioso o heterosexual. Esos “privilegios” son su pecado y debe pagar por ellos; él o ella tienen la culpa de haber nacido así y tienen la culpa de las desgracias que le suceden al resto del mundo.

Hace unos meses, en un congreso en California, conocí una joven profesionista que se sentía muy culpable por ser blanca; había abandonado su carrera para ayudar a los afroamericanos. No sabía cómo hacerlo ni por qué, pero sabía que tenía que hacerlo. Ése era su destino. 

La semana pasada, una amiga mexicana me comentaba la serie histórica Hernán con entusiasmo. “¿Y con quién te identificas?”, le pregunté. “¡Con los indígenas!”, me respondió muy orgullosa. 

En efecto, esto no es nuevo para los mexicanos, México siempre ha idolatrado su rol de víctima. ¿Habremos contagiado al mundo? 

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