Del 31 de octubre al 1 de noviembre vimos colocarse en trending topic los hashtags #PrensaSicaria, #PrensaProstituida y #PrensaCorrupta. Unos días después, el tema ameritó que el presidente López Obrador presentara en una mañanera los resultados de una investigación del gobierno federal que revelaban el uso de bots en el ataque contra la prensa en redes sociales. 

Si en 2016 nos enterábamos que el Diccionario Oxford había colocado como palabra del año a la “posverdad”, solo unos años después a este neologismo habría que sumarle otros como bots, trolls, filter bubbles o echo chamber. Los bots son cuentas automatizadas capaces de postear contenidos o interactuar con otras cuentas, con el objeto de compartir información y generar reacciones. Sin embargo, no todas son cuentas completamente automatizadas, pues pueden ser manejadas por personas reales operadas y pagadas por alguien más (sockpuppets o cyborgs). 

Esta nueva terminología provoca una especie de desconcierto en el debate público, en parte porque su uso es cada vez más sofisticado y difícil de detectar, y aunque vivimos un proceso de familiarización con tales términos, su uso está lejos de ser claro. Donald Trump, que puede considerarse un icono de la política de la posverdad en la era de las redes sociales, es referente sobre los efectos perniciosos de todas estas prácticas para las democracias. Sin embargo, lo cierto es que a la fecha no es claro su impacto real en la forma de hacer política.

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Solo hace unos días Facebook admitía que no impondría controles para identificar la veracidad de los anuncios políticos rumbo a la campaña presidencial en Estados Unidos. La posición de esa red social en voz de su fundador, Mark Zuckerberg, de permitir de manera deliberada diseminar información falsa contrastaba, y alarmaba aún más, al conocerse la decisión de twitter de no aceptar anuncios de campañas políticas: “creemos que el mensaje político debe ser ganado, no comprado”, según las palabras de Jack Dorsey, fundador y director de esa plataforma.

No es la primera vez que se habla de la necesidad de imponer límites a lo que se dice y se propaga en internet. En 2018, por ejemplo, Emmanuel Macron llamaba la atención mundial por su anuncio de pasar una controvertida legislación en contra de las fake news durante campañas electorales.

¿Cómo? A través de controles gubernamentales sobre los contenidos que se difunden en medios de comunicación controlados desde el extranjero, obligar a las plataformas de las redes sociales a informar de manera clara cuáles noticias son patrocinadas y acelerar los procesos legales ante los jueces en contra de esas noticias.

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Según la Real Academia Española, posverdad es la “distorsión deliberada de la realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. De tal definición una palabra habría que destacar: emociones, y es así porque justamente, la capacidad de las redes sociales de generarlas en la gente, no obstante que se trate de una discusión falsamente orientada, las convierte en un poderoso instrumento capaz de modelar las nuevas reglas de hacer política.

Según un estudio publicado en 2016, seis de cada diez hipervínculos son compartidos en twitter sin haber sido abiertos, es decir, información que presumiblemente no ha sido leída. Más allá del software capaz de diseminar información como nunca, irónicamente los principales agentes para difundir información falsa somos las personas. Ahí radica la principal complejidad de limitar el impacto de las noticias falsas en la agenda pública.

 

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