El instructivo de cualquier nuevo artilugio tecnológico o el manual de los programas informáticos que nos guían sobre el uso de la novedad adquirida deberían advertir que están hechos para facilitarnos la vida y no lo contrario. Lo que pasa es que, aunque así lo hicieran, casi nadie los lee. La mayoría de los mortales brincamos alegremente del pagar al usar y en medio de la excitación y gracias a lo amigable que resulta utilizar casi cualquier cosa, dejamos de lado el análisis de eficiencia que se debe aparejar. La exaltación continua y febril que alimenta un apetito insaciable sobre lo digital puede llevarnos a decisiones irracionales que lejos de facilitarnos la vida, la llegan a complicar. El maleficio del aturdimiento causado por la emoción de estar a la vanguardia tecnológica y la amnesia que nos evita comparar los parámetros entre el antes y el después pueden estarnos llevando por los derroteros de la ineficiencia, de la acumulación de costos y gastos innecesarios que repercuten directamente en el renglón de las utilidades. El atarantamiento que hace que el mundo gire en torno a pantallas de plástico en las que se diluyen muchos signos de inteligencia nos ha metido a un universo en los que la urgencia busca dispensarnos la necesidad de analizar. Por supuesto que no soy una retrógrada que busca dar gritos para que el reloj de los avances mueva las manecillas en sentido contrario. Esto mismo lo estoy escribiendo en una laptop y lo enviaré integrado a un correo electrónico que le llegará en instantes a mi editor. Gozo de las ventajas que trae tener tantos datos a disposición y me encanta la maravilla de hacer cosas más rápido y mejor que con otros métodos. Sin embargo, también he sufrido los padecimientos que trae meter la tecnología con calzador. La adopción de estos progresos resulta tan natural como lo hecho por las hermanastras de La Cenicienta al calzarse la zapatilla de cristal. Desde luego, el tamiz del análisis es pertinente: viajar en avión no me impide tomar un tren, de vez en cuando, especialmente si la distancia lo permite. Me refiero a esos casos en los que elegir un adelanto tecnológico, lejos de ayudar, enmaraña las formas de hacer las cosas; son esos procesos en los que se tiene que invertir más para usar la máquina o adaptarse al sistema, que si se hubieran hecho las cosas en formas tradicionales. Desde las cosas más sencillas, hasta las de complicación extrema pueden caer en este escenario. Si queremos tomar el auto para ir a comprar a la tienda de la esquina, es mejor ir caminando que tomar el coche, someterse a los sentidos de las calles, padecer la búsqueda de estacionamiento, el combustible y la huella de carbón que le dejamos al mundo y el tiempo invertido. A veces, subirnos a la ola tecnológica resulta más complicado y mucho más caro. Hay una seria ventaja en valorar la eficiencia antes de abrazar irracionalmente la tecnología. No son pocos los ejemplos de sistemas que se compran para resolver administración de inventarios, procesos de recursos humanos o la integración de las operaciones de una empresa en un sólo programa, que la tratar de personalizarlos, resultan más caras las adaptaciones que hacerlos en otra forma. Los sistemas de soluciones inteligentes funcionan a las mil maravillas, siempre y cuando no se traten de personalizar. Buscar remedios de llave en mano puede acabar en calamidad más que en beneficios si no se verifican bien los parámetros de eficiencia. Recientemente, un cliente buscaba adaptar al sistema general de control digital la conciliación de pagos con tarjeta de crédito de sus clientes de mostrador. El reporte que llegaba de la terminal de cobro no era compatible a su sistema y, por lo tanto, el palomeo debía hacerse a mano. La información del reporte se necesitaba a diario, la generaba un auxiliar contable que invertía menos de veinte minutos de su jornada y tenía un margen de error muy pequeño. La adaptación para automatizar el proceso era más rápida y más precisa, pero equivalía al sueldo que auxiliar devengaría en cinco años, tomando en cuenta que esa no era la única actividad que la persona hacía. Es decir, si se comparaba el costo que, de los veinte minutos del auxiliar contra el beneficio real, era absurdo intentar automatizar algo que el cerebro humano podría resolver sin complicaciones. No siempre es necesaria la mediación tecnológica y menos aún la de una sola tecnología. Walter Benjamin era un entusiasta de las plumas estilográficas, las prefería por encima de la máquina de escribir, pero no por nostalgia, sino por eficiencia. Para él, que la inspiración lo podía sorprender en cualquier lado, era mucho mejor cargar un cuaderno y una pluma que ir con su Olivetti a redactar renglones. No siempre los avances nos facilitan la vida, al menos no en todas las circunstancias. Por su lado, Gabriel García Márquez abrazó alegremente el uso de los procesadores de texto y no tuvo remordimientos de arrumbar su máquina de escribir. Cada uno tenía sus métodos de escritura y a cada quien le venía mejor ciertos procesos dependiendo de lo que querían conseguir. El lápiz sigue siendo un instrumento eficiente y sofisticado. Seguramente seguirá siendo preferible para ciertas circunstancias que para otras. Sigue siendo una maravilla del ingenio dada su ligereza y sencillez de operación. No me imagino como un lápiz podría ser sustituido por cualquier otro instrumento para enseñar a escribir a los pequeños y que puedan borrar los trazos que no salieron bien. Casi cualquier otra opción que me viene a la mente resulta más cara y más complicada para usar. Tal como lo dice Humberto Eco, hay tres instrumentos que ya alcanzaron el culmen de su perfección: la rueda, la cuchara y el libro. Tratar de mejorarlos es desperdiciar. No se trata de ir contracorriente del flujo de la innovación, sino de ser inteligentes. Los costos y los esfuerzos por tratar de adaptarnos a la tecnología deben ser los mínimos. Es decir, si tengo que invertir cantidades absurdas que lejos de ayudarme me van a complicar el día a día, o si para que el sistema se funcione adecuadamente tengo que caer en dobles procesos, en retrabajar informaciones y además no hay una ventaja significativa, no estamos abonando a la eficiencia. El dinamismo actual exige un alto nivel de competitividad, a través de una elevada capacidad de respuesta. La tecnología ha permitido encontrar la evolución de los medios para responder ágil y acertadamente. Pero debemos ser sagaces para no caer en un espejismo y lograr justo lo contrario. La eficiencia es la capacidad para producir el efecto deseado. Es la selección del camino más asertivo, por ello, la forma más eficiente de conectar dos puntos es la línea recta. ¿Se puede hacerlo de otra forma? Sí, las líneas quebradas y las onduladas son otras opciones, sin embargo, la sencillez de la línea recta nos evita los vericuetos de los vértices angulosos y los recovecos de las vueltas innecesarias. Si la tecnología nos lleva al camino de la línea recta, estamos siendo eficientes, si no: no.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @CecyDuranMena Blog: Las ventanas de Cecilia Durán Mena Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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