La llegada al poder de go­biernos populistas, tan­to de izquierda como de derecha, representa el peligro más serio para la democracia. El populismo ha soca­vado sistemáticamente la confianza de los ciudadanos en sus instituciones democráticas y ha quebrantado el desarrollo económico a partir de políticas económicas que, algunas veces, incurren en déficits presu­puestarios, lo que conlleva mayor alza inflacionaria e, inevitablemente, crisis económicas profundas; todo ello, con un costo de oportunidad extremadamente alto para las clases que se pretende proteger. Hay que reconocer que el estan­camiento económico y el retroceso social de sectores enteros de la po­blación han minado la democracia y, de manera paradójica, reforzado el auge populista. Las razones de la emergencia del populismo son conocidas: bajo crecimiento econó­mico, inequidad en el ingreso, incre­mento de la pobreza, pauperización de las condiciones de vida, aumento de la inseguridad. En otras palabras, la incertidumbre es un combustible poderoso para el populismo. Las políticas económicas popu­listas suelen funcionar en un inicio, sobre todo si se implementan en una economía deprimida. Por ejemplo, crear un estímulo fiscal considerable para las clases menos favorecidas puede producir un repunte en la creación de empleo o una apre­ciación en el tipo de cambio. No obstante, con el tiempo este tipo de políticas económicas resultan suma­mente costosas e insostenibles. El engaño populista consiste en hacer creer que hay los recursos suficien­tes e ilimitados para implementar sus políticas económicas. Lee también: Para el 2019, habrá que “ajustarse el cinturón” Por otra parte, se pueden distorsionar las economías y, en algunos casos, se suelen restringir las libertades, específicamente las económicas, como el libre mercado, la libertad de empresa o la propie­dad privada. Asimismo, el interven­cionismo de los gobiernos populis­tas sofoca la competencia y genera desequilibrios macroeconómicos muy difíciles de solventar, así como costos de oportunidad insensata­mente altos. El ciclo populista tiene un des­enlace perjudicial para la economía. Por mencionar algunos ejemplos: en Venezuela, durante el periodo populista de Chávez, el PIB registró un crecimiento negativo de -5.9% y, tras cinco años de gobierno, se hundió aún más, con -8.85% en 2002 y -7.75% en 2003. Maduro ha con­tinuado con el ciclo populista con peores resultados que su predece­sor: de acuerdo con el FMI, en 2018, Venezuela sufrió una contracción récord de -18%. Para el caso de Nicaragua, duran­te el segundo mandato de Ortega, en 2009, el PIB experimentó un crecimiento negativo de -2.75%. En 2018, según el FMI, el PIB de Nica­ragua habrá caído -4.0%. También hay que recordar que, en México, entre 1979 y 1982, se aplicaron políticas de corte populis­ta, con los mismos resultados que en otras naciones. El endeudamiento externo se triplicó a casi 60,000 millones de dólares. En 1982, la economía mexicana se derrumbó y entró en crisis. Por vez primera desde la década de 1920, en 1982 no hubo crecimiento en la economía, sino una caída del 0.5% en el PIB. Te puede interesar: La infraestructura, el motor de la economía Por ello, la mejor manera de frenar las políticas populistas es que los gobiernos mantengan el equilibrio presupuestal (como en el caso de México), que promuevan inversiones en todos los campos económicos para la generación de empleos y que propicien la produc­tividad nacional, tanto en actividad pública, como privada. De igual manera, es necesario reactivar un crecimiento inclusivo basado, por un lado, en inversiones en infraestructuras que favorezcan el aumento de la productividad y, por otro, en un esfuerzo masivo en materia de vivienda y sanidad. La educación, sobre todo, merece un esfuerzo particular, pues sigue siendo la mejor arma para fomen­tar la empleabilidad y formar ciu­dadanos responsables. Así, pues, hay que definir un nuevo contrato social entre el Estado, las empresas y los individuos. Finalmente, la clave sigue siendo la solidez del Estado de Derecho, que debe apoyarse en la mejora de la representatividad de la clase política y de la calidad del debate público y establecer que, sin obligaciones, no hay derechos.  
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