Por: Luis Javier Álvarez Alfeirán
Se aproxima la festividad de los fieles difuntos y de todos los santos, o lo que es lo mismo, el día de muertos. Una celebración que se origina como sincretismo entre las tradiciones prehispánicas y las festividades religiosas del cristianismo. México se ha vuelto famoso en el mundo por su particular celebración de esta fecha tan especial. Cabe destacar que es reconocida como Patrimonio oral e intangible de la Humanidad por la UNESCO desde el año 2003 ya que «ese encuentro anual entre las personas que la celebran y sus antepasados, desempeña una función social que recuerda el lugar del individuo en el seno del grupo y contribuye a la afirmación de la identidad…» según se lee en la declaratoria.
Para el ser humano, la muerte ha simbolizado prácticamente en todas las culturas, un viaje; desde el antiguo Egipto hasta nuestros tiempos, la persona humana, más allá de sus creencias religiosas, considera el fin de la vida como una transición hacia un destino metafísico superior y en ese viaje no han faltado en muchas civilizaciones los elementos gastronómicos.
Para los mexicanos, el altar de muertos que año con año rememora a nuestros seres queridos está repleto de aquellos platillos que en vida gustaban tanto a familiares y amigos. La ofrenda tradicional se acompaña de calabaza confitada, calaveritas de azúcar, maíz de distintos colores, agua y por supuesto bebidas alcohólicas, para que el difunto “se eche un traguito” de mezcal, tequila, pulque o cerveza.
La riqueza cultural de México sin embargo, es además muy grande y con tradiciones tan variadas como su diversidad étnica o sus culturas prehispánicas. No podríamos decir que existe una única celebración del día de muertos, cada región tiene sus propias tradiciones. A lo largo y ancho del país podemos palpar distintas tradiciones que confluyen en un mismo sincretismo, cocina y muerte, gastronomía y vida.
En la península de Yucatán, por ejemplo, se acostumbra celebrar el día de muertos con el Muc bil pollo, del maya mukbil que significa enterrado, se trata de una tamal que durante la cocción se entierra en un horno de tierra llamado pib para que una vez cocido pueda comerse emulando el entierro y desentierro conectando con el espíritu de los difuntos. Se suele acompañar con chocolate caliente o batido. De otra forma, por ejemplo, en Sonora, al norte del país, se prepara algo muy diverso: el guacavaqui o wakavaki, un caldo norteño para “devolverle el alma al cuerpo” y que lo prepara principalmente el pueblo yaqui en las celebraciones del día de muertos. Así en todo el territorio mexicano.
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Aunado a estas tradiciones ancestrales, hoy hemos universalizado alimentos típicos de la temporada como son el pan de muerto, utilizado como ofrenda y consumo. La comercialización del pan de muerto representa para las panaderías un aumento de entre un 40 y un 50% de sus ventas durante los meses de octubre y noviembre, fechas en que las familias se reúnen para compartir estas festividades acompañándolas de una buena taza de chocolate caliente.
De sur a norte y de este a oeste, en cada ciudad y en cada pueblo, México funde sus tradiciones uniendo estos dos patrimonios culturales de la humanidad: el día de muertos y su cocina tradicional, recordándonos que nuestra existencia como personas y como cultura alimenta el espíritu y da sentido a una vida que no termina con la muerte, sino que ésta es sólo una puerta que conduce a un estadio superior. Para la cultura mexicana, su cocina no sólo alimenta el cuerpo sino también el alma, ya sea en esta vida o en la otra.
Contacto:
Luis Javier Álvarez Alfeirán, MA. Director de Le Cordon Bleu Anáhuac*
twitter: @DirectorLCBMx
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