¿Por qué no hay más universidades mexicanas en las listas de las mejores del mundo?     Por Antonio Morfín*   Está próximo a cumplirse el vigésimo aniversario del Tratado de Libre Comercio de América de Norte, paso decisivo en el proceso de apertura de la economía mexicana que inició en la segunda mitad de los años ochenta. Gracias a este ya largo camino de internacionalización, el comercio de México con el resto del mundo llegó en 2012 a 740,000 millones de dólares, que equivalen a 63% del Producto Interno Bruto. En algunos sectores, sin embargo, perduran conductas propias de los tiempos de la economía cerrada, cuando lo que se exportaba eran materias primas y la competencia, cuando había, era de carácter local. Es el caso de la educación donde, a pesar de los esfuerzos que se hacen por ponerla al día, hay todavía quien discute si se debe enseñar inglés, o a usar una computadora. Se trata de un problema estructural al que no escapa la educación superior. Al menos eso es lo que sugieren los dos rankings mundiales de universidades más reconocidos, en los que las nuestras apenas figuran. El primero es el que promueve la Universidad Jiao Tong, en Shanghai, que compara 500 universidades. Ninguna mexicana aparece antes del lugar 150, aunque la Universidad Nacional Autónoma de México se anota entre las primeras 200. El segundo es el elaborado por el diario británico Financial Times, en el que la UNAM se coloca entre las primeras 400. Dicho sea de paso, sólo hay otras tres universidades latinoamericanas en esta última lista: dos de Brasil y una colombiana. Españolas hay siete, ninguna en los primeros 200 lugares. Mal en general para el mundo de habla hispana. El caso es que el reconocimiento internacional a las universidades mexicanas no parece corresponder a una economía que, por su tamaño, es la doceava del mundo y, por el valor de su actividad comercial, una de las más abiertas. Podría argumentarse que la causa de esta situación es la falta de recursos. Pero la realidad no parece respaldar este punto de vista: de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el gasto por estudiante de educación superior en México equivale a más de 8,000 dólares por año (cifras de 2009, PPP, incluye gasto en investigación). Aunque es una cifra menor a la aplicada en las sociedades más ricas del mundo, no es tan lejana de lo que destinan Corea del Sur o Italia a este concepto (9,500 dólares en cada caso), y estos países tienen mejores resultados. Así que la educación superior, sea por la vía de impuestos o de colegiaturas, no es barata en México – en realidad, no lo es en ninguna parte. Para los jóvenes que, al terminar sus estudios, no encuentran un trabajo acorde con lo que han estudiado y con los sacrificios que han hecho para obtener un diploma, el costo es mucho mayor, por lo que significa de oportunidad perdida y de frustración. Entonces, ¿por qué no hay más universidades mexicanas en las listas de las mejores del mundo? Una posible explicación podría estar en el rumbo que han tomado estas instituciones. Al igual que cualquier otra organización, las universidades responden a estímulos, que determinan a qué se le da importancia y a qué no. Algunos de estos estímulos están resumidos en los estándares con los que se valora su desempeño y se reconoce su calidad. En este sentido, desde hace varios años, ante el rápido crecimiento de la oferta de educación superior en México y ante la necesidad de promover mayor calidad de la misma, han venido surgiendo distintos esquemas de evaluación, acreditación e incentivos a la calidad, que cada vez ejercen mayor influencia en las decisiones de las universidades. La sola existencia de estos esfuerzos de evaluación y certificación podría ser una buena noticia, en un mercado que ha crecido mucho y en el que escasea la información relevante para que los consumidores – es decir, los estudiantes y sus familias – tomen buenas decisiones. Sin embargo, en un ambiente de creciente competencia global, vale la pena preguntarse si los estándares y criterios en que se basan estas acciones coinciden con los que se utilizan en las mejores universidades del mundo pues, de otro modo, se puede caer en la autocomplacencia. Si se fijan estándares ad hoc, y si la comparación no es con los mejores, se corre el riesgo de promover la medianía o, simplemente, de extraviar el rumbo. Para terminar, no sólo es importante fijar bien el norte para las instituciones de educación superior, sino hay que moverse rápido hacia allá, pues otros países, especialmente los asiáticos, van a toda velocidad y han logrado ubicar a varias de sus universidades entre las más destacadas del planeta en unos cuantos años.     *Antonio Morfín es director del Centro de Alta Dirección en Economía y Negocios de la Universidad Anáhuac.

 

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