La anarquía es como el aire, no se ve, pero se siente y percibe en todos lados. Según la Real Academia Española, “anarquía” significa ausencia de poder público; desconcierto, incoherencia, barullo. Siendo el anarquismo la doctrina que propugna la supresión del Estado. Ésta institución política parece estarse boicoteando a sí misma. Quizá por esquizofrenia, pues nótese que el Estado ya no cumple sus funciones esenciales, ya no provee orden social justo, sino desorden, desigualdad e injustica.

Son tiempos y espacios propicios para las crisis y el caos. Pero no hay cabida para pesimismos, menos aún para optimismos, solo para el realismo incómodo. Por eso obras como “La condición de la posmodernidad” de David Harvey sirven de referente para comprender y para reflexionar los sinsentidos de la actualidad. Ahí se expresa que, en la conciencia de la época clásica, no es el presente el que lleva el pasado a su culminación, sino el pasado el que culmina en el presente, y el presente a su vez es entendido como un nuevo triunfo de los valores antiguos y eternos, como un retorno al principio de la verdad y de la justicia, como una restauración o re-nacimiento de aquellos principios.

Sin embargo, hoy no se puede hablar de principios ni valores concretos o materializables con efecto sostenido. Ahora la intención generalizada es constituirse en una mera estética cultural por derecho propio en nombre del rapaz y egoísta individualismo. Lo cierto es que todo sentido legítimo de jerarquía y de homogeneidad de valores se encuentra en vías de disolución para dar paso a ilegítimos mandos o arbitraria jerarquía de estilo militar, radical o atemorizante. En ese contexto, hay demasiada gente que ha perdido el rumbo en el laberinto existencial. Es muy fácil que nos perdamos unos a otros, o a nosotros mismos. El aislamiento, la indiferencia, el miedo y la apatía abundan en los ecosistemas sociales, a todos los niveles. Estos fenómenos no parecen naturales, sino provocados por sistemas o maquinarias de manipulación política desde la jerarquía del poder. 

Tal parece que la finalidad es lograr la disolución de la vida social para sumirla en el caos total. A sabiendas que la seguridad como forma de vida también está ausente. Máxime que la “seguridad” como concepto resulta inteligible, sea que se trate de la seguridad personal, seguridad social, seguridad industrial, seguridad pública, seguridad ciudadana, seguridad nacional y un largo etcétera. Todo ello constituye el eslabón débil, agudizado por los crímenes inexplicables y la creciente violencia urbana fortuita u organizada. A nadie importa que los daños y perjuicios provocados por la violencia y causados por la inseguridad sean irreparables e incuantificables. Mientras tanto, el poder público sigue ausente.

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REAL PESADILLA TOTALITARIA

Tiempo y espacio son cultivo fértil para la anarquía a escala planetaria. Los malhechores y los villanos pueden instalarse convirtiendo la vida social en una tragicomedia, y hasta en un violento melodrama. Siempre normalizado, siempre presente como realidad. Hoy las ciudades son maleables, dóciles a la deslumbrante y lujuriosa multiplicidad de vidas, sueños e interpretaciones que solo se mantienen en esperanza, en utopías. Estado, población y gobierno se interconectan en acciones u omisiones sin sentido. Hoy está siempre presente la vulnerabilidad a la psicosis y a la pesadilla totalitaria.

No se comprende la vinculación de lo efímero y lo veloz con lo eterno e inmutable. No hay estímulos ni motivación para ser modernos ni para ser “buenos pobladores del Planeta”, menos aún para estar en un medio que promete aventura, poder, goce, crecimiento, transformación de nosotros mismos y del mundo. Nótese que se trata de una unidad paradójica, de una unidad de desunión, que nos arroja a todos a un torbellino de constante desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia.

Abrumador sentido de la fragmentación, de lo efímero y del cambio caótico. Todo en nombre de las transformaciones estériles, refractarias y retrógradas. Precisamente por eso el sentimiento generalizado de todas y todos seguirá siendo la incertidumbre. A pesar de integrar los más legítimos propósitos para intentar mantener el rumbo y mantener los legítimos objetivos, el enorme peso de la falta de certeza y los terribles derroteros gubernamentales nublan toda claridad, eclipsan toda luz al final del camino.

En los otrora fútiles y hoy extintos sentimientos democráticos parece que la idea era utilizar la histórica acumulación de sano conocimiento generada por muchos individuos que trabajaban libre y creativamente, en función de la emancipación humana, la sustentabilidad y el enriquecimiento de la vida cotidiana. El desarrollo de formas de organización social y de formas de pensamiento racionales prometía la liberación respecto de las irracionalidades del mito, de la religión, la superstición, la manipulación política y el fin del uso arbitrario del poder, así como del lado oscuro de nuestra propia naturaleza humana.

Pero la ambición resultó ser más poderosa. La ambición por dominar a la naturaleza llevaba también implícito el dominio de los seres humanos que conduciría por fin a una condición de auto-sometimiento de carácter pesadillesco. Y la pesadilla continuó, continuó y continúa… Quizá con más fuerza que el propio Metaverso, pues al despertar nos enfrentamos con una realidad peor y más caótica que las mismas pesadillas. La espiral fáctica sigue y seguirá creando caldos de cultivo para la anarquía de propios y extraños, en y desde nuestra propia existencia social.

TRIUNFO DE LA ESTÉTICA SOBRE LA ÉTICA

Malthus, cuando refuta el optimismo de Condorcet, sostiene que es imposible escapar de las cadenas naturales de la escasez y la necesidad. Por debajo de la superficie de la vida moderna, dominada por el conocimiento tecnológico y por la ciencia privativa, los pensadores perciben energías vitales salvajes, primitivas y absolutamente despiadadas. El triunfo de la estética sobre la ética no puede ser más evidente. Todo se presenta como manipulación social con contenidos superficiales. La función del Estado ahora es distraer, llenar de mensajes superfluos, banales e insustanciales. Más allá de las redes sociales, advertimos que los planes académicos de estudio generalizados están diseñados para arrebatar o anular el pensamiento, para secar el cerebro y desactivar funciones cognitivas a fin de debilitar la innovación y creatividad. 

En su obra Harvey recuerda a Ronald Regan (40° presidente de los Estados Unidos quien gobernó desde 1981 a 1989) y mantuvo entonces una política mediatizada formada solo por imágenes. A quien incluso se le solía denominar “la cara amistosa del fascismo” o “el presidente de teflón” (sólo porque ninguna acusación que se le hiciera, por más verdadera, parecía afectarlo); podía el entonces presidente equivocarse una y otra vez, pero nunca se le pedían cuentas. Los años de Regan fueron sacudidos por una ola creciente de desigualdades sociales. Ese suceso de la historia hoy parece menor ante los actuales casos de excesos y arbitrariedades del poder a lo largo y ancho del mundo. 

En este año 2022, coincidimos en que toda edad logra “la plenitud de su tiempo, no a través del ser sino a través del devenir”. Esperemos que en la realidad social el legítimo poder público no siga tan ausente como la ética. 

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